Nuestra radiografía social, a partir de la educación superior a la que tienen acceso los jóvenes en nuestro país, es más que elocuente:
Solamente uno de cada cinco mexicanos (20%) entre los 19 y los 23 años de edad, cursa estudios de educación superior en México. Paradójicamente, la demanda ha rebasado la oferta de unas mil 500 instituciones públicas de educación superior. De ellas, según la Asociación Nacional de Universidades e instituciones de Educación Superior (ANUIES), 366 son universidades públicas.
Se ha registrado un rápido crecimiento de universidades privadas con bajos niveles de calidad. Además, no son opción para los sectores más pobres del país, entre ellos el indígena, donde la gente se preocupa más por comer que por enviar a sus hijos a una universidad de paga.
La reforma educativa en marcha apunta, en el más optimista de los análisis, hacia la evaluación académica de los maestros. Sin embargo, el sistema educativo nacional y sus programas de enseñanza se quedaron anclados, en el mejor de los casos, en el siglo XX. Hace décadas que las políticas públicas en materia educativa están a la deriva, sin evaluación, sin modernizarse.
Como El Ciudadano lo refiere en las páginas centrales de esta edición, en palabras de Sylvia Schmelkes, presidenta de la Junta de Gobierno del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), “esta inercia fatal no solamente refleja la grave desigualdad social que hay en México, sino que la reproduce y contribuye a perpetuarla o, lo que es peor, a acentuarla”.
Millones de jóvenes mexicanos son víctimas de esa desigualdad social que los condena, desde ahora, a la medianía; han sido marginados para que se les gobierne, no para aspirar a ser constructores de sus propios destinos. En los últimos años, advierte el maestro Pablo Latapí, las universidades públicas han sido objeto de un conjunto de “políticas modernizadoras” del gobierno federal que ha afectado su cobertura, crecimiento, formas de gestión, de financiamiento y normas de su vida académica y sus relaciones con la sociedad, con las empresas y con el Estado.
Ciertamente, urge un cambio radical en la concepción de la educación superior en México. Pero ese cambio será muy difícil mientras la élite privilegiada que gobierna a nuestro país desde hace décadas, siga aferrada al poder del que desplazó a la ciudadanía.