Medio siglo después de los imborrables y sangrientos sucesos del verano y el otoño de 1968, ocasionados por la brutal represión de un gobierno incapaz de dirimir un conflicto entre estudiantes, reapareció en la UNAM el pasado lunes 3 de septiembre, ominosa, la violencia contra jóvenes del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), plantel Azcapotzalco, quienes desde el 27 de agosto se habían declarado en paro indefinido en demanda de algunas medidas de las autoridades y alumnos de licenciatura en diversas facultades de Ciudad Universitaria, debido a la presencia agresiva de un grupo de provocadores.
Cerca de 10 mil universitarios, mujeres y varones, se manifestaban en la explanada de Rectoría cuando llegaron en autobuses tres grupos diferentes de “porros” provistos de palos, piedras, cohetones, bombas molotov y armas punzocortantes. Al igual que hace 50 años, fueron los estudiantes quienes denunciaron después la presencia de “porros” en la UNAM y exigieron su expulsión de los recintos universitarios; los señalaron como promotores de la violencia de ese lunes 3 de septiembre, que dejó un saldo de cuatro jóvenes heridos, dos de ellos de gravedad. Juventud asediada por la violencia, con todos los riesgos implícitos para una gobernabilidad frágil y vulnerable.
¿Qué peticiones habían motivado la asamblea? Entre otras, la eliminación de cuotas de inscripción, más seguridad, más profesores y la renuncia de la directora del plantel del CCH Azcapotzalco (Patricia Márquez Cárdenas, quien finalmente renunció el 30 de agosto). ¿Por qué más seguridad? Porque estaba reciente el asesinato de Miranda Mendoza Flores, alumna del CCH Oriente, de 18 años de edad, a quien hallaron sin vida y quemada al lado de una carretera en el municipio de Cocotitlán, Estado de México, el 21 de agosto anterior.
Cuando se redactaron estas líneas, las autoridades universitarias ya habían expulsado a casi 30 de los agresores, exhibidos por videos que tomaron particulares y representantes de medios de comunicación. Algunos fueron captados cuando golpeaban a estudiantes a puñetazos y puntapiés. En la investigación de los hechos que prometió hacer la Procuraduría de Justicia de la Ciudad de México, quedaban pendientes las respuestas a estas preguntas: los “porros” llegaron concertadamente, a bordo de varios autobuses, alrededor de las 2 de la tarde, ¿pagados por quién o quiénes?, ¿dirigidos por quién o quiénes?, ¿con qué propósito?
Mientras la mayoría vigiló que los “porros” no irrumpieran en la asamblea que se efectuaba al aire libre, un grupo numeroso y representativo continuó la reunión deliberativa en el interior de la Rectoría. Acordaron, en principio, realizar una marcha de protesta el miércoles 5. Los agresores se retiraron en el mismo autobús que los había conducido a Ciudad Universitaria. No se informó de detenidos, aunque las autoridades policiacas aseguraron que investigaban los hechos.
Al día siguiente, martes 4, el rector de la UNAM, Enrique Graue Wiechers, difundió un mensaje en redes sociales en el que afirmó que la comunidad universitaria estaba consternada por la salud de los dos jóvenes heridos, “agraviada por estos actos de barbarie, inseguridad e indignada ante los acontecimientos del día de ayer”.
Refirió que ya se habían presentado las denuncias de los hechos a la Procuraduría y que se procedería sin miramientos ante quienes resultaran responsables por actos de acción o de omisión.
“Tenemos evidencias –precisó el rector Graue– que orientan a señalar que entre los agresores se encuentran los grupos conocidos como “Treinta y dos”, del CCH Azcapotzalco; “3 de marzo”, del CCH Vallejo; la “Federación de Estudiantes de Naucalpan”, y otras organizaciones de vándalos conocidos como grupos porriles que, al servicio de intereses externos a nuestra Universidad, han asolado nuestras instalaciones en el bachillerato y que vemos hoy penosamente reaparecer”.
“Su existencia -advirtió el rector de la UNAM- violenta la vida académica de nuestra casa de estudios y pretende inhibir la libre expresión de la comunidad universitaria. Son grupos de provocadores que obedecen a intereses ajenos a la Universidad y que, evidentemente, pretenden desestabilizarla creando un clima de inseguridad e incertidumbre”, puntualizó.
Había sobrados motivos para la preocupación del rector Enrique Graue. Si bien la memoria histórica parece más lejana en las nuevas generaciones, el paso de medio siglo no logra borrar los meses de terror y violencia que vivieron miles de estudiantes mexicanos en los sangrientos episodios que culminaron en Tlatelolco, ni la zozobra que invadió a la sociedad durante aquellos meses aciagos, no obstante que varias universidades y sus organizaciones estudiantiles han sido acosadas durante décadas por porras gubernamentales.
Hace 50 años
Antes de continuar, me atrevo a resumir en este trabajo conmemorativo algunas experiencias que viví como reportero durante los sucesos del verano-otoño de 1968, cuyo desenlace fatal fue el asesinato masivo de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco), de la Ciudad de México.
Las oficinas administrativas y de redacción de la revista Tiempo, en la que había cumplido ya más de tres años como reportero, estaban en el número 38 de la calle General Prim; era una bella casona de la colonia Juárez (después nos habríamos de mudar al 32 de la calle de Barcelona, en la misma colonia de la Ciudad de México). Dirigía el semanario su fundador, el escritor, periodista e historiador Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 6 de octubre de 1887-Ciudad de México, 22 de diciembre de 1976).
Don Martín fue mi gran maestro en el periodismo. Bajo sus órdenes y valiosas enseñanzas trabajé nueve años y medio: desde reportero a subdirector adjunto de esa empresa editorial. Nada habría yo alcanzado en el periodismo sin su luminosa guía.
La tarde del lunes 22 de julio de ese año, alguien llegó a informar al personal de oficina y redacción que tuviéramos cuidado al salir porque había una trifulca estudiantil en dos o tres calles del rumbo, especialmente en la calle de Abraham González y en las inmediaciones de la Ciudadela, entre alumnos de la preparatoria Isaac Ochoterena y de la Vocacional 5, los “Arañas” y los “Ciudadelos”. Nos advirtieron: “Hay granaderos”. No era la primera vez que se enfrentaban los jóvenes de ambas escuelas por una rivalidad que llevaba más de un año y cuyo origen desconozco. La novedad era la presencia de granaderos.
Un poco después llegaron hasta la redacción (ubicada en la planta alta) gritos de secretarias que se hallaban en la planta baja. Descendimos algunos reporteros y jefes y alcanzamos a ver que un piquete de cinco o seis granaderos armados con amenazadoras macanas sacaban a la calle, a rastras y ensangrentados, a dos muchachos que se habían metido hasta el fondo de nuestro centro de trabajo en busca de refugio. Nada pudimos hacer por ellos.
Cuando llegó don Martín se le informó lo ocurrido, preguntó si todos estábamos bien y, sin más, subió a su despacho en la planta alta. Nos extrañó su silencio.
Al lunes siguiente la violencia ya se había propagado. Dos o tres reporteros estábamos encargados de cubrir marchas y enfrentamientos con la intervención frecuente y violenta de los granaderos. Revisamos, como de costumbre, la edición de ese día y quedamos consternados (esta es la palabra) al ver en la portada una fotografía, a toda la plana, del cuerpo de granaderos. El fondo de nuestro trabajo reporteril estaba intacto. Varios de nosotros habíamos sido testigos en esos días de la dureza del garrote represor diazordacista, de modo que, acaso ingenuos, montamos una silenciosa protesta, cruzados de brazos, a la entrada del despacho de don Martín Luis Guzmán. Más o menos media hora después salió nuestro director, nos observó detenidamente y, sin asomo de reproche, esbozó una leve sonrisa y ordenó: “Ya pónganse a trabajar”.
Los episodios de aquel trágico verano-otoño de 1968 apenas comenzaban. La violenta represión del gobierno hizo que el movimiento estudiantil creciera, por encima de las rivalidades interescolares. En cuestión de días se incorporaron elementos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional (IPN), El Colegio de México (COLMEX), la Escuela de Agricultura de Chapingo, la Universidad Iberoamericana, la Universidad La Salle, la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). En las marchas de protesta pronto empezaron a participar profesores, intelectuales, amas de casa, obreros, campesinos, comerciantes y profesionales de la Ciudad de México, además de estudiantes de Coahuila, Durango, Michoacán, Nuevo León, Puebla, Oaxaca, Sinaloa y Veracruz. De su seno surgió el Consejo Nacional de Huelga (CNH), órgano directriz del movimiento.
El martes 23 de julio hubo un nuevo zafarrancho entre los “Arañas” y los “Ciudadelos”; alumnos de la Vocacional 5 apedrearon la preparatoria Isaac Ochoterena. Los granaderos presenciaron el apedreo, pero decidieron intervenir después, cuando los alumnos del IPN ya habían regresado a su escuela. Entonces ingresaron al plantel, golpearon a varios alumnos y se llevaron algunos detenidos. Al día siguiente, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM se declaró en huelga indefinida.
El viernes 26 se atizó el conflicto: la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET) convocó a una marcha para protestar por la agresión de los granaderos en la Vocacional 5, en tanto que la Confederación Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED), influida por el Partido Comunista, organizó otra marcha por los XV años del asalto al Cuartel Moncada, que marcó el inicio de la Revolución Cubana.
A las 7:30 de la noche, concluidas las marchas, un numeroso grupo de estudiantes decidió marchar al Zócalo, no sin antes incorporar a su contingente a otros manifestantes que estaban en el Hemiciclo a Juárez. La ruta hacia el Zócalo estuvo custodiada por granaderos y los enfrentamientos, continuos, violentos, no se hicieron esperar. En una de las refriegas los uniformados atacaron a estudiantes de la Preparatoria 2, quienes después de secuestrar algunos autobuses se refugiaron en las inmediaciones del Colegio de San Ildefonso, donde se ubicaban las preparatorias 1, 2 y 3 de la UNAM. Las dos noches siguientes fueron de encuentros violentos entre estudiantes y granaderos.
El Ejército en acción
Díaz Ordaz tomó entonces la más grave de sus autoritarias decisiones: ordenó involucrar al ejército en el conflicto. Entre los militares estrategas de la ofensiva contra el movimiento estudiantil estuvieron el Gral. Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional; el Gral. Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial; el Gral. José Hernández Toledo (herido de bala en un glúteo en Tlatelolco el 2 de octubre), de triste fama por su participación personal en las ocupaciones militares de las universidades de San Nicolás de Hidalgo en Morelia, Michoacán (6 de octubre de 1966) y de Sonora, en Hermosillo, (17 de mayo de 1967). Otro general con alto puesto administrativo fue Alfonso Corona del Rosal, entonces jefe del Departamento del Distrito Federal. Y de la mano de ellos el siniestro y temido policía de carrera, ex titular de la Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nassar Haro, quien pasó a la historia por su fama de asesino, torturador y secuestrador.
La madrugada del martes 30 de julio, elementos del ejército destrozaron con un disparo de bazuca la puerta barroca de la Preparatoria número 1, ubicada en el edificio de San Ildefonso, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Granaderos y soldados penetraron al recinto, al tiempo que ocupaban la Preparatoria 5 en Coapa, la Vocacional 5, en la Ciudadela y la Vocacional 7, en Tlatelolco. Detuvieron a todos los jóvenes que encontraron adentro.
En días y semanas posteriores la tropa ocupó el Casco de Santo Tomás (IPN, que ya había sido intervenido militarmente en 1956, durante el conflicto magisterial), “conquistó” Ciudad Universitaria, donde el rector Javier Barros Sierra (ya para entonces señalado por Gustavo Díaz Ordaz como líder del “movimiento subversivo” para derrocar al gobierno) había izado a media asta la bandera nacional en señal de luto.
El miércoles 31, en la madrugada, el general Alfonso Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal, flanqueado por el secretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez, justificó la intervención del ejército. El 1° de agosto, el ingeniero Barros Sierra marchó por la avenida Insurgentes, al frente de alumnos y maestros del IPN y de la UNAM, “para demostrar al pueblo de México que somos una comunidad responsable, que merecemos la autonomía, la bandera en esta expresión pública será también la demanda, la exigencia por la libertad de nuestros compañeros presos, la cesación de las represiones”.
Pero la represión continuó. La Dirección General Federal de Seguridad y el Servicio Secreto ocuparon las oficinas del Comité Central del Partido Comunista Mexicano y los talleres donde se imprimía su periódico La Voz de México. Varios de sus dirigentes fueron encarcelados.
Para entonces, unidos los estudiantes de la UNAM, el IPN, la Escuela de Agricultura de Chapingo y la Escuela Normal de Maestros, ya tenían un pliego petitorio para el gobierno: 1) Renuncia del jefe y subjefe de la Policía Preventiva del D.F., generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea Cerecero, respectivamente; 2) Desaparición del Cuerpo de Granaderos; 3) Desaparición de la FNET, de la Porra Universitaria y del MURO; 4) Expulsión de los estudiantes miembros de las citadas agrupaciones y del PRI; 5) Indemnización por parte del gobierno a los estudiantes heridos y a los familiares de los que resultaron muertos; 6) Excarcelación de todos los estudiantes detenidos y 7) Derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal, que sancionaban los delitos de “disolución social”.
Aparecen las tanquetas
A la una de la madrugada del miércoles 28 de agosto los batallones 43 y 44 de infantería, 12 carros blindados de guardias presidenciales, un batallón de paracaidistas, cuatro carros de bomberos, 200 patrullas azules y cuatro batallones de tránsito desalojaron de la Plaza de la Constitución a los estudiantes, acusados de izar “irrespetuosamente” una gran bandera de huelga en el Zócalo y de profanar la Catedral Metropolitana por repicar las campanas (el 3 de septiembre el vicario de la arquidiócesis de México desmintió esta versión de “un régimen sordo y mudo”). Al día siguiente, más de medio centenar de enmascarados dispararon durante diez minutos ametralladoras y rifles de alto poder contra la Vocacional 7.
Rondaba en el conflicto el compromiso de los Juegos de la XIX Olimpiada, a celebrarse en México del 12 al 27 de octubre. El viernes 30, el CNH declaró que “el movimiento estudiantil no tiene relación alguna con la Olimpiada y no desea entorpecer su celebración”.
Transcurrió septiembre, después de un informe presidencial en el que Díaz Ordaz asumió la responsabilidad total por las decisiones del gobierno. Crecieron el movimiento y la preocupación del gobierno. A las ofertas de diálogo, una y otra vez, seguían los enfrentamientos.
Miércoles 2 de octubre de 1968
Enterado de la convocatoria a un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, el miércoles 2 de octubre pedí mi orden de trabajo al jefe de información de la revista Tiempo, César Montero, pero ya le había encargado la cobertura al reportero Josué Beutelespacher. Hice cosas de rutina e invité por teléfono a un paisano mío, Jorge Leonel Ramírez Sevilla, a que pasara por mí a la redacción a las 7 pm para irnos a tomar un trago.
Justo a esa hora recibí contraorden: “Váyase a Tlatelolco, hubo un fuerte tiroteo y nos informan que hay muertos y heridos. Josué no se ha reportado”. Ignorábamos que Beutelespacher había sido confundido por los soldados que rodeaban la Plaza y enviado al Campo Militar Número Uno, detenido. Lo liberaron al día siguiente cuando Tiempo acreditó su identidad como reportero.
Me fui con Jorge Leonel a la Plaza de las Tres Culturas, donde reinaba el caos, por doquier había granaderos, soldados, tanques artillados, transportes militares y ambulancias. Para ingresar al edificio “Chihuahua” y cruzar el cerco militar tuvimos que ponernos unos pañuelos en los puños de la mano derecha. Era la contraseña empleada por el Batallón Olimpia, según nos confió un empleado de la Secretaría de Gobernación a quien yo conocía. Nos topamos con numerosos cuerpos sin vida y heridos que subían en camillas a las ambulancias. En el “Chihuahua” los soldados custodiaban el descenso de estudiantes detenidos, que bajaban con los brazos en alto para demostrar que no tenían armas. Había también granaderos y periodistas. Recuerdo a dos: Nidia Marín, de El Universal Gráfico, y José Falconi, de El Heraldo.
La feria de las balas
Permanecimos allí hasta después de las 10 de la noche, con suficiente información de lo ocurrido. “Ya vámonos”, le dije a Jorge Leonel, pero cuando caminábamos por el corredor a un lado de los locales comerciales que había en el edificio “Chihuahua”, rumbo a la avenida Flores Magón, oímos disparos en ráfaga que destruían las vitrinas de las tiendas encima de nosotros, situadas a nuestra derecha. Un soldado ordenó que nos tiráramos al suelo (éramos unas 12 personas) y que buscáramos refugio en un baño del sótano, diez metros atrás de donde nos sorprendió la balacera. En el penoso trayecto de regreso, alcancé a ver que las ráfagas de metralleta salían de dos o tres ventanas en el primer piso del edificio “2 de abril”, a nuestra derecha. Los soldados respondían al fuego con sus fusiles, parapetados tras las columnas del corredor. Sobre nosotros llovían balas y cristales rotos.
Tiempo después, la periodista Carmen Aristegui reveló que, según sus pesquisas, los francotiradores, vestidos de civil, pertenecían al Estado Mayor Presidencial y actuaban por órdenes del jefe de ese cuerpo, el Gral. Luis Gutiérrez Oropeza. Más aún: que los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Mario Ballesteros Prieto, jefes del Estado Mayor Presidencial y del Estado Mayor de la Defensa Nacional, respectivamente, desobedecieron instrucciones expresas de su jefe, el secretario Marcelino García Barragán, y omitieron informarle que por su cuenta enviaron 10 francotiradores armados con metralletas a los edificios que rodeaban la plaza y que “empezaron a disparar hacia abajo y contra los estudiantes y los soldados”.
Presa del miedo, por mi mente cruzó fugaz el título de un pasaje del libro El Águila y la Serpiente, de Martín Luis Guzmán, titulado “La feria de las balas”, que narra cómo el Gral. revolucionario Rodolfo Fierro, lugarteniente de Francisco Villa, aplica la ley fuga a 300 soldados federales, prisioneros de los villistas, a quienes dispara pacientemente desde la cerca de un corral, mientras un asistente le carga, uno tras otro, dos revólveres. Nuestra feria de las balas en el “Chihuahua”, auténtico infierno, duró unos diez minutos. Nos regresamos a rastras, boca abajo hasta llegar al baño y allí nos amontonamos. Casi media hora después nos gritaron desde arriba que ya podíamos salir.
Dejamos la Plaza de las Tres Culturas a eso de las 11:30 de la noche, aunque después supe que hubo tiroteos esporádicos hasta la una de la madrugada. Confieso que Jorge Leonel y yo, conmovidos y asustados por la terrible experiencia, nos abrazamos y lloramos al llegar a la avenida Flores Magón.
La “Operación Galeana”
El mitin en Tlatelolco, convocado por la CNH para empezar a las 15:30 horas, había congregado a unas 15 mil personas entre estudiantes de diversos planteles educativos, vecinos de la unidad habitacional, comerciantes, trabajadores y periodistas nacionales y extranjeros. Por la mañana, en busca del diálogo ofrecido por el gobierno y solicitado por los estudiantes, una delegación del CNH se había entrevistado (sin resultados) con Andrés Caso y Jorge de la Vega Domínguez, representantes del presidente Díaz Ordaz. Seis días después, el martes 8 de octubre, De la Vega y Caso informaron que, en efecto, se habían reunido con algunos miembros del Consejo Nacional de Huelga, como Marcelino Perelló, Roberto Escudero, Mario Núñez, Ricardo Parra y Enrique Díaz Michel.
En el transcurso del mitin, diez minutos después de las 6 de la tarde, cuando un helicóptero sobrevolaba el lugar, de algún lado salió disparada una luz de bengala. Fue la señal convenida para la “Operación Galeana”, golpe militar diseñado por el gobierno y ejecutado por el Ejército, con el apoyo de la Dirección Federal de Seguridad de la Secretaría de Gobernación y el grupo paramilitar “Batallón Olimpia”, para poner fin violentamente al movimiento estudiantil y enviar a prisión a sus principales dirigentes.
El responsable de dirigirla fue el secretario de la Defensa Nacional, Gral. Marcelino García Barragán, con la dirección de campo del también Gral. Crisóforo Mazón Pineda. Apoyaron tres batallones del Ejército mexicano agrupados en el llamado Destacamento Militar Galeana. Cada batallón estuvo integrado por alrededor de mil 500 soldados, aunque su número puede variar de 300 a mil 500.
Muchos dirigentes y estudiantes fueron aprehendidos y llevados al Campo Militar Número Uno. Algunos purgaron condenas posteriores en la penitenciaría de Lecumberri. Recuerdo entre ellos a tres amigos personales: Miguel Eduardo Valle Espinoza “El Búho”; Federico Rosas Barrera y Luis González de Alba (quien compartió celda con Pablo Gómez Álvarez).
Entre los integrantes del CNH hubo uno que dejó un sabor amargo entre sus compañeros: Sócrates Amado Campos. Detenido, declaró el 5 de octubre en el Campo Militar No. 1 que el miércoles 2 había columnas armadas de estudiantes en Tlatelolco y además involucró en el movimiento a políticos e intelectuales que simpatizaban con la lucha. Años después, en declaraciones a la revista Proceso que no fueron desmentidas, Miguel Nassar Haro afirmó que Sócrates había sido reclutado posteriormente por la Dirección Federal de Seguridad.
¿Cuántos seres humanos perdieron la vida el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas? Horas después de los hechos, el gobierno de Díaz Ordaz comunicó a la prensa nacional y extranjera que hubo 26 muertos, 100 heridos y mil 43 personas detenidas. Todavía en octubre de 1968, el Gral. Alfonso Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal, y el Gral. Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional, intercambiaron cartas publicadas por la revista Proceso, según las cuales en la explanada de la Plaza quedaron 38 cuerpos y el cadáver de un niño de 12 años en una habitación del segundo piso del edificio “Chihuahua”. Además, perecieron cuatro soldados del 44° Batallón de Infantería. El CNH llegó a afirmar que hubo un centenar de estudiantes muertos. Lo cierto es que el jueves 3 de octubre la Plaza de las Tres Culturas amaneció pulcramente barrida.
El viernes 18 de octubre la Secretaría de Relaciones Exteriores resolvió conceder la separación del Servicio Exterior Mexicano al poeta Octavio Paz, embajador de México en la India. En su libro Posdata, Octavio Paz citó a un periodista inglés y consideró que 325 muertos fue la cifra más probable.
El jueves 21 de noviembre, en una junta celebrada en la Facultad de Medicina, el Consejo Nacional de Huelga votó por unanimidad el retorno a clases. El motivo fue explicado hasta el sábado 23 de ese mes: “Los representantes presidenciales les habían insinuado que el gobierno tenía el propósito de clausurar la Universidad, el Politécnico y la Normal”.
La huelga estudiantil, que duró 130 días, se levantó el 4 de diciembre de 1968 en la explanada de la Unidad Profesional Zacatenco, en un mitin estudiantil al que asistieron más de 5 mil personas.
La tarde de un viernes del otoño de 1969, al término de la acostumbrada lectura de mis textos de la semana, en su despacho de la revista Tiempo, don Martín Luis Guzmán (quien tenía 81 años de edad) me confió amigablemente:
-Quiero contarle, Luis, que ayer me habló el secretario de Gobernación, Lic. Luis Echeverría, para decirme escuetamente: “Don Martín, le va a llamar de mi parte Alfonso (Martínez Domínguez, presidente del PRI) para pedirle un favor importante. Le ruego que acepte.
El viejo escritor y maestro prosiguió:
-Hoy a mediodía recibí la llamada de Alfonso. Me pide que el año próximo acepte ser candidato al Senado de la República por el Distrito Federal, en mancuerna con Alfonso Sánchez Madariaga (fundador, con Fidel Velázquez Sánchez, Jesús Yurén Aguilar, Fernando Amilpa y Luis Quintero, de la CTM). Le pido a usted su opinión.
Como era su costumbre, se quitó los lentes para verme directamente a los ojos y escuchar mi respuesta. Me tardé unos diez segundos en contestarle:
-Acepte usted, don Martín. Le deseo mucho éxito.
Don Martín falleció el 22 de diciembre de 1976, a los 89 años de edad.