Josué Barrios, periodista colombiano, coordinador editorial de Coalición por el Evangelio
N unca dejaré de agradecer a mis padres, Luis Gutiérrez Figuereo (ferrocarrilero) y Sara Rodríguez Cabrera (taquimecanógrafa), el esfuerzo que hicieron para que sus cuatro hijos (yo el mayor de ellos) recibiéramos una educación que nos permitiera avanzar más allá de las medianías, en un entorno amenazado desde entonces por la contaminación política (segunda mitad de los años 50 del siglo pasado).
Fui afortunado en lo académico: maestros de estirpe como Rogerio Fentanes Lavalle, Manuel Martínez Huesca o Jorge Gjumlich Gaspar (disculpen las omisiones), entre otros, me nutrieron de conocimientos en el internado de la Escuela Secundaria Federal Número 3 de Orizaba, Veracruz. Estudiar, era la regla de oro para aprender.
En ratos de ocio me he sentido orgulloso de encontrar hoy, en diversas áreas de la vida productiva nacional, a viejos compañeros míos.
Mi buena suerte continuó en la Escuela Nacional (hoy Facultad) de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Tuve maestros de la talla del tabasqueño Enrique González Pedrero, cuyas ideas progresistas en su libro Riqueza de la Pobreza son ahora lastimosamente plagiadas y mal digeridas por su paisano, el actual jefe de Gobierno de México. Además, maestros como Jean Sirol, Jorge L. Tamayo, Enrique y Pablo González Casanova…
Añadí a mi buena fortuna el trabajar como reportero, jefe de información y subdirector adjunto, todo en nueve años y medio, del historiador, insigne hombre de letras, escritor y periodista, don Martín Luis Guzmán.
No. Estas líneas no son un panegírico abusivo para mi cosecha. Trato de resumir la inmensa importancia que tiene para un modesto mexicano tener guías, jefes, maestros, faros de luz en la oscuridad, para ir más allá de la mediocridad que desde hace décadas (y desde el poder, excepto para la retórica populista) sepultó a compatriotas como José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez o a los hermanos Narciso e Ignacio Bassols Batalla, para dejar pasar por encima de sus ideas y sus obras (y someterlas) al sello de la mediocridad.
No, señor presidente López Obrador. Mucho mejor le iría a México si cambiara radicalmente su fórmula insensata de 10 por ciento experiencia y 90 por ciento honestidad que es caer en la trampa de que una cosa está peleada con la otra. Lo que necesitan, lo que exigen millones de mexicanos (a gritos, porque la sordera ya es grave enfermedad del poder público), es que nuestros gobernantes y funcionarios en todos los niveles (presidente de la República, gobernadores, legisladores y alcaldes) sean ciento por ciento capaces, expertos y honestos.
El 10 por 90 es una perversa fórmula binaria cuyo autor pretende justificar que entren a su servicio correligionarios afines, sin capacidad y sin experiencia, pero eso sí: “muy honestos”.
Es imprescindible que abogados acreditados creen un marco jurídico que fortalezca el servicio público y castigue sin miramientos los excesos y la corrupción, problema que permanece intacto.
Una paradoja increíble del presidente de la República en turno, es que aproveche las audiencias mañaneras para solazarse en señalar culpables de la tan odiada corrupción (del pasado, claro) e incluso se mofe de sus títulos académicos, pero ninguno de los grandes señalados ha sido enjuiciado. Y eso se llama impunidad concedida desde el poder. Así, el discurso de “0 tolerancia contra la corrupción” es solamente eso, discurso, retórica hueca.
Finalmente, ¿cómo llamar al desmantelamiento de los contrapesos del poder presidencial? Acaso hay un pretexto: como es honesto no los necesita. Pero eso apunta hacia una presidencia imperial, también llamada de otra forma. Aclamada por legiones de apóstoles de la mediocridad.