El gobierno de México, al igual que el de Estados Unidos, mantiene una política de control y verificación migratoria que ha mostrado sus limitaciones, con una respuesta institucional de contención, por un lado, y de indiferencia, por otro, que conlleva efectos negativos como corrupción, criminalización, violencia, violación a derechos humanos, entre otros.
Durante años México ha sido un país con tradición migratoria por la cantidad de personas que expulsa hacia el extranjero, particularmente hacia Estados Unidos. Se trata de millones de mexicanos que han salido en busca de mejores oportunidades de vida o que huyen de la violencia e inseguridad.
También hemos sido país de tránsito debido a las millones de personas que transitan por territorio nacional desde la frontera sur para dirigirse hacia Estados Unidos, igualmente con el propósito de encontrar oportunidades de empleo o alejarse de la violencia en sus países.
Con el paso de los años, México se ha ido convirtiendo para miles de migrantes en país de destino, a veces por decisión, otras por la imposibilidad de llegar a Estados Unidos o por ser rechazados por ese país. Tal situación es consecuencia de muchos factores, como la difícil situación económica de sus países de origen, derivada de la pandemia, pero lo cierto es que los flujos migratorios han transformado sus formas, tamaño y rutas.
A finales de 2018 y principios de 2019, los movimientos de personas migrantes que ingresaron al país provenientes de Guatemala, Belice y Honduras empezaron a cobrar mayor relevancia y asumieron la forma de caravana que, en noviembre de 2018, se adentró en territorio nacional con aproximadamente 3 mil personas. Después de sortear bloqueos de la Guardia Nacional y de personal del Instituto Nacional de Migración, enfilaron hacia el norte del país, alcanzando las 7 mil personas migrantes.
Con la llegada de un nuevo gobierno Federal en 2018, parecía que el trato a los migrantes cambiaría en beneficio de ellos. En diciembre de ese año, las Secretarías de Gobernación y de Relaciones Exteriores anunciaban la nueva política migratoria, que planteaba un nuevo paradigma en la atención de los flujos migratorios por parte del gobierno Federal.
Los primeros meses de 2019 arrancaron con algunas caravanas migrantes, las cuales obligaron al Instituto Nacional de Migración a instalar un campamento en Mapastepec, Chiapas, para recibir a 1,500 migrantes que en ese momento se encontraban realizando los trámites para obtener su visa humanitaria. En los meses y años siguientes, las caravanas han continuado. Son cientos de migrantes los que esperan respuesta de las autoridades migratorias mexicanas en estaciones migratorias y en campamentos fuera de esas instalaciones.
Una situación similar se vive en la frontera norte de nuestro país, donde el gobierno Federal estableció en 2019 los Centros Integradores para Migrantes (CIM), a cargo de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, y del Banco de Bienestar, que ofrecían servicios como alojamiento, alimentación, servicios educativos y de salud a los migrantes devueltos por el gobierno estadounidense. Sin embargo, han sido insuficientes. Se estima que, a través del Protocolo de Protección a Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés), desde ese año a la fecha Estados Unidos ha devuelto a poco más de 70 mil personas a México.
Ya en plena pandemia, el gobierno de nuestro vecino del norte realizó deportaciones de manera sigilosa, pero sin los cuidados debidos para evitar contagios. Bajo el argumento de evitar la propagación del virus, Estados Unidos implementó el llamado “Título 42”, mediante el cual inició la expulsión expedita de migrantes, permitiendo de marzo a septiembre de 2020 la expulsión de poco más de 197 mil personas migrantes. Desde su aplicación hasta enero de 2021 se estima que se han expulsado cerca de medio millón de personas migrantes. Hablamos de que se han expulsado más personas por razones sanitarias que por motivos migratorios en los últimos años. Lo grave del rechazo de migrantes por parte del gobierno estadounidense es que miles de ellos se quedan en nuestro país.
El mismo escenario ocurre en la frontera norte, donde se presentan escenas de grupos de migrantes varados en Tijuana y Mexicali, en espera de respuesta del gobierno de Estados Unidos. La posición de México como Tercer País Seguro (TPS), que lo coloca en el papel de atender a la población migrante que espera respuesta del gobierno estadounidense o que es expulsada, pese a que el gobierno mexicano lo rechaza, ha rebasado la capacidad de respuesta de las instancias de gobierno, a pesar del apoyo de la sociedad civil con alimentos y alojamiento.
Recientemente un grupo de Congresistas demócratas de Estados Unidos urgió al gobierno de Joe Biden a poner fin al programa “Quédate en México”, porque causa costos humanos injustificables e intolerables y porque las consecuencias humanitarias para los solicitantes de asilo retornados a México incluyen más de 1,500 casos reportados de violencia, ataques sexuales, secuestros y homicidios. Consideran que no hay una manera legal, segura y humana de implementar ese programa.
Lamentablemente, la ausencia de una atención integral a la problemática migrante por parte del gobierno federal sólo posterga una crisis humanitaria que se ve venir. El gobierno de México, al igual que el de Estados Unidos, mantiene una política de control y verificación migratoria que ha mostrado sus limitaciones, con una respuesta institucional de contención, por un lado, y de indiferencia, por otro, que conlleva efectos negativos como corrupción, criminalización, violencia, violación a derechos humanos, entre otros. Se trata de medidas paliativas, sin una efectiva coordinación interinstitucional y sin un debido seguimiento.
Esa política de contención, acorde a las medidas solicitadas por el gobierno estadounidense, ha permitido que las caravanas migrantes y los migrantes que en lo individual se desplazan encuentren un dique con efectivos de la Guardia Nacional y personal del Instituto Nacional de Migración, quienes frenan su camino hacia la frontera norte. Actualmente 30 mil efectivos de la Guardia Nacional custodian las fronteras y sólo 100 agentes de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), atienden a migrantes. Esa parece ser la medida de atención a la población migrante.
Ahora que las caravanas migrantes han llegado a la Ciudad de México, han adquirido mayor resonancia y puesto en la discusión pública la realidad que viven miles de personas migrantes que provienen de países de Centroamérica, muchos de ellos niñas, niños y familias que se resguardan en albergues que carecen de los servicios suficientes para atender a números elevados de personas migrantes.
A pesar de que el gobierno Federal implementa acciones para atenderlos, estas parecen insuficientes. En apoyo a estas medidas, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), junto con el gobierno mexicano, implementaron un programa que busca atender las necesidades humanitarias de la población migrante haitiana, con el que se pretende darles acceso al mercado laboral, vivienda, salud y educación. Igualmente, ha sido insuficiente.
En esa transformación de los flujos migratorios, México debe enfrentar una realidad que, de no asumir medidas, podría generar una crisis humanitaria: las personas migrantes continuarán llegando, de paso o rechazadas por el gobierno de Estados Unidos, y miles más se quedarán en territorio nacional, lo que implica prever los mecanismos, recursos y acciones para atender su condición migrante de paso y destino para asumir políticas públicas que permitan integrarlas social, laboral y económicamente a nuestro país.
A nivel mundial, de acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), durante 2020 más de 82 millones de personas tuvieron que huir de sus hogares, y en lo que va de 2021 más de 120 mil personas han solicitado asilo a nuestro país a través de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR).
La ausencia de políticas públicas de parte del gobierno mexicano para la atención de personas migrantes, orientadas a la integración social, laboral y económica, pone en riesgo su condición, lo cual podría derivar en una crisis humanitaria.
La respuesta gubernamental debe ir acompañada de políticas públicas reales y claras, la construcción de infraestructura para el refugio de las personas migrantes, además de ofrecer, junto con la sociedad civil, hospitalidad y estrategias para su integración social, económica y afectiva.
Se requiere de voluntad política, pero sobre todo de un cambio radical en la política migratoria que pase de una que priorice la seguridad nacional, como la que aplica Estados Unidos y la cual se extiende hasta nuestro país, para implementar una política de seguridad humana que frenaría una crisis humanitaria en las fronteras norte y sur de nuestro país.