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siduos enciclopédicos nos hacen saber que los seres humanos no nacen buenos o malos por naturaleza. Ambas características individuales, dicen los conocedores, “son impuestas por situaciones sociales”. Más aún, añaden que “la maldad es un instinto básico que proviene de nuestras raíces animales como método de supervivencia”. Aplíquese a esta definición el sustantivo “política”, y sorpresivamente arroja luz sobre un tema escabroso.
Viene al caso lo anterior porque hace ya algún tiempo que, desde algunos rincones del poder público a la mexicana (¿cuál si no?), se señala un hecho lamentable y aun doloroso: gran parte de la población nacional padece pobreza. Se trata de un sector social que antaño asumíamos inconforme, pero con ideas abiertas a la cultura y al conocimiento, incluso con tintes conformistas. Hoy nos enardece su miserable situación.
La semántica gramatical es inequívoca: las víctimas de la pobreza pertenecen a un estrato social ocasionado por la falta de misericordia e insensibilidad de las personas favorecidas por la fortuna. Lo curioso es que el recurso discursivo, sin más pretensiones que la demagogia ramplona, hace tiempo que se acredita como presunta erudición política.
Permítanme recordar anecdóticamente una definición burlona que el finado nuevoleonés Luis Marcelino Farías y Martínez hizo en un desayuno con reporteros acreditados en la Cámara de Diputados. Uno de ellos le preguntó qué entendía por “demagogia”. La respuesta irónica del entonces legislador priista fue “demos, pueblo; a gogó, baile: bailarse al pueblo”.
Naturalmente, la respuesta de Farías fue una broma, aunque se trataba de un político avezado: fue alcalde de Monterrey, presidente de la Cámara de Diputados en tres ocasiones, senador de la República y gobernador de Nuevo León. Promovió y apoyó una reforma histórica que alentó el pluralismo democrático, y favoreció que los presos políticos dejaran la cárcel.
Pero volvamos al tema. El asunto que nos ocupa es que, particularmente en materia política, el sustantivo es inmisericorde entre adversarios o rivales, según conveniencias personales o particulares.
¿Amigos o enemigos?
El señalamiento se ha hecho frecuente en choques de intereses, al parecer, irremediablemente opuestos. Incluso, hace tiempo que es usado con tintes desdeñosos y clasistas, peculiares en el lenguaje político autoritario tan de moda en estos tiempos.
Desde la cúpula del sector público mexicano, se usa reiteradamente como un despectivo “los de arriba y los de abajo”, en ocasiones reemplazado por un lenguaje añejo y colonial “los liberales y los conservadores”, o simplemente se argumenta que “es el pueblo quien manda” y, desde luego, como depositario único del gran poder, solamente obedece. No hay límite para los ocurrentes: el bueno tiene el poder vasto y suficiente para gobernar a los malos. Claro, dicha terminología política también ha sido modificada a placer por quienes gobiernan. Antes que cualquier otro elemento, el poder proviene del pueblo, ergo “el pueblo es el que gobierna y manda”.
Al respecto, el ex presidente Andrés Manuel López Obrador no se anduvo por las ramas. No hace mucho tiempo que, en un programa habitual matutino ante las cámaras de televisión, aseveró: “no hay nada mejor que los dictados de la conciencia; por eso yo sigo solamente lo que me dicta mi conciencia”.
A propósito de los ajetreos políticos de nuestro país, en alguna ocasión recordé las violentas sacudidas experimentadas por los sucesos más significativos de nuestra historia: la Independencia (1810-1821), la Reforma (1857-1861) y la Revolución (1910-1917). No debemos soslayar la cruenta lucha llamada “Cristera” (1926-1929), derivada de la expropiación de bienes a la Iglesia Católica. Los tres años de esta guerra costaron alrededor de 250 mil muertos y otros tantos refugiados en Estados Unidos.
Nuestras guerras
No podemos hacer mutis (esto es, dejar la escena) sin otros registros históricos de violencia acreditados en nuestro país. Por ejemplo, la guerra de Estados Unidos contra México (1847-1848). Señalan algunos historiadores que, si bien este conflicto no registró grandes campañas militares como las ocurridas en Europa, sus consecuencias marcaron desde entonces y para siempre el destino de los dos países.
El hecho, resumido, fue que después de la Independencia, nuestro país tuvo que mantener varios de los acuerdos hechos por España con los todavía jóvenes Estados Unidos. Entre otros, el referente a la inmigración estadounidense en suelo mexicano, que incluía una buena y muy fuerte cantidad de pioneros establecidos en los territorios de Texas y la entonces Alta California. Las relaciones de las nuevas autoridades mexicanas nunca fueron del agrado de los recién establecidos.
A los inmigrantes estadounidenses que se habían establecido en Texas se les pedía acatar las leyes mexicanas. Sin embargo, los problemas con esta comunidad llegaron junto con la esclavitud, que fue abolida en México en 1829, lo cual significó un duro golpe económico para los texanos, cuya economía se apoyaba en la mano de obra esclava.
La paz ocasionó el ultrajante Tratado de Guadalupe Hidalgo, que significó el desprendimiento de territorios mexicanos que hoy ocupan los estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Texas, Colorado, Arizona y partes de Wyoming, Kansas y Oklahoma. A la información de esa época, obtenida con alguna dificultad por diversas fuentes, debe añadirse que los dos años de combates contra la intervención estadounidense significaron la muerte de alrededor de 25 mil soldados mexicanos.
El problema francés
Dos disputas ha habido con Francia. El 17 de julio de 1861, el Congreso de México decretó la suspensión de pagos de todas las deudas públicas para tratar de sanear el mal estado de las finanzas nacionales. El problema fue enfrentado por el presidente Benito Juárez (cuyo mandato duró cinco periodos, de 1857 a 1872) y derivó en la intervención francesa de 1862 a 1867, periodo que incluye la memorable Batalla de Puebla, el 5 de mayo de 1862.
Décadas antes, se registró un episodio cuya anécdota hoy se antoja ridícula: Vox populi refiere un curioso episodio ocurrido en 1838 (corría el mes de abril), en el actual barrio capitalino de Tacubaya, cuando un grupo de militares mexicanos concurrió a una popular repostería propiedad de un francés apellidado Remontel. Al parecer, después de consumir pastelillos y cafés, los militares se retiraron sin pagar la deuda de 800 pesos, cara para la época.
Remontel protestó, se quejó, y su reclamo fue tal que habría de transformarse y evolucionar hasta convertirse en un enfrentamiento bélico entre México y Francia, que la voz del pueblo llamó “La guerra de los pasteles”. Cuando México rechazó las desmesuradas condiciones de Francia, la flota francesa abrió fuego contra el fuerte de San Juan de Ulúa y el puerto de Veracruz el 21 de noviembre de 1838. Fue una guerra corta que concluyó el 9 de marzo del año siguiente con un acuerdo de paz, previo pago de México por las indemnizaciones reclamadas. Francia retiró su flota y devolvió las naves mexicanas incautadas.
Sin embargo, en aquel episodio local del que los historiadores reconocen que no hay evidencias claras, anidó un designio oscuro que habría de madurar al paso de los años: un puñado hostil de conservadores alimentó su esperanza de instaurar una monarquía en México.
De esos hechos debemos aprender lecciones. Hoy no faltan quienes alientan confrontaciones potencialmente violentas ante discordancias sociales y económicas, a través de las cuales la ineptitud o la incapacidad no aporta soluciones, sino conflictos.
Es hora de que la inteligencia y la concordia se impongan y brinden resultados a la sociedad. Es el momento de que la politiquería deje en paz su insensata aportación al tan llevado y traído pueblo. Solamente han exhibido incapacidad política (no encuentro otro calificativo) e intentonas para violar las leyes con ánimos destructivos y hasta personales.
México espera más y se merece más, mucho más, con esfuerzos superiores, talento y genuino patriotismo.