Retratos
El escenario le tiñe por última vez las canas a Joaquín Sabina

“No tengo nada que olvidar de mi pasado Por eso espero que el olvido no se olvide de quien fui”: Joaquín Sabina

Arturo Sánchez Meyer

Arturo Sánchez Meyer

“Este adiós no maquilla un hasta luego”

En el Auditorio Nacional, literalmente, no cabe ni un alma. Muchas personas llevan en la cabeza un bombín o la playera del Atlético de Madrid. Antes de que el protagonista de la noche aparezca, se proyecta en el escenario un video. Los fans están expectantes cuando Antonio García de Diego se sienta al piano y Joaquín Sabina, de traje negro y sombrero amarillo, entona los primeros versos de su canción de despedida: “Cuando no salga mi jeta en los diarios/ ni los novios bailen ya noches de boda/ Cuando solo esté de moda si me caigo otra vez del escenario”. El tema se llama Un último vals y anuncia el retiro del flaco de Úbeda de los reflectores.

Cantautores como Joan Manuel Serrat, Andrés Calamaro y Leiva, el torero José Tomás, el poeta Benjamín Prado, el actor Ricardo Darín y otros personajes famosos desfilan en el video del adiós de Sabina. También aparece su esposa Jimena Coronado y sus dos hijas, Carmela y Rocío.

El encuentro que narra el video ocurre en un bar (la despedida de Sabina no podría ser en ningún otro lugar), sin embargo, no es un adiós feliz. A sus 76 años, Joaquín Sabina se despide de los escenarios definiéndose (con razón) como alguien que es “cinturón negro en pesimismo”. Con la voz más áspera que nunca, los versos sobre su vejez dejan mudo al recinto y a las tres o hasta cuatro generaciones que se dieron cita para el último concierto del poeta de la guitarra en tierras chilangas: “Cuando ciertas mañanitas no me pueda ni vestir/ Deshojando margaritas que nunca dicen que sí/ Cuando agonicen las flores y los pájaros padezcan mal de amores/ No olvides guardar un último vals para mí”.

El concierto comienza evitando el suicidio colectivo de los asistentes. Joaquín Sabina aparece con el sombrero puesto y la ovación de sus seguidores es unánime al grito de “Superviviente, sí, ¡maldita sea!/ Nunca me cansaré de celebrarlo/ Antes de que destruya la marea/ Las huellas de mis lágrimas de mármol/ Si me tocó bailar con la más fea/ Viví para cantarlo”.

Sabina cumple y da un concierto redondo. Incluye muchos de sus éxitos y algunas canciones más antiguas que no suelen formar parte del repertorio de sus presentaciones en vivo, aunque Joaquín casi no se levanta de su silla y deja las canciones de rock para los integrantes de su banda. El estruendo de los aplausos finales es sincero, un homenaje a su trayectoria, a sus imprescindibles canciones, a sus ganas de nadar una vez más a contracorriente, al esfuerzo que hace para seguir cuando se le nota el cansancio. No hay queja, sólo una mezcla de nostalgia y admiración a su convicción de “en vez de echar sal y vinagre en las heridas, hacer otra vez de tripas corazón”.

El español que quiso escribir “la canción más hermosa del mundo”

Desde su primer experimento, Inventario, hasta su último disco, Lo niego todo, Joaquín Sabina es exponente de una música que no se deja encasillar por ningún género. Su éxito es innegable y los números no mienten: más de 50 años de carrera, 17 discos de estudio y 7 en directo, un triple disco de platino por su último álbum, la venta de más de 500 mil copias de 19 días y 500 noches, más de 10 millones de discos vendidos a lo largo de su carrera, las giras por Europa y Latinoamérica, los llenos totales en España, México, Chile, Argentina y también, por supuesto, esas “más de cien mentiras que valen la pena” que dejó de regalo.

Detrás de todos esos números se esconden varios secretos de oficio que el andaluz conoce a la perfección. Tal vez el principal de ellos sea su singularidad: ¿qué es lo que hace diferente a Joaquín Sabina del resto de los cantautores? Me parece que a cualquiera que escuche por primera vez una canción de Sabina, lo primero que le llamará la atención será la letra, una mezcla entre poesía y crónica con un toque de cuento (siempre sin moraleja), un coctel de vivencias tan personales que terminaron por volverse colectivas.

“Yo siempre quise ser Peter Pan, y a base de irresponsabilidad lo estoy consiguiendo”, dijo alguna vez Joaquín Ramón Martínez Sabina. Y es que, en el caso del flaco de Úbeda, la música y la poesía le vienen desde la vida misma: escribe como vive y también escribe para vivir, motivo por el cual su despedida no podía ser alegre ni optimista; la honestidad de su pluma no lo permitiría. Sus canciones son su mejor biografía. Cualquiera que escuche composiciones como “Peces de ciudad”, “Pastillas para no soñar” o “Viudita de Clicquot” (por mencionar sólo algunas), entenderá que Joaquín escribe y vive “a lo Sabina”, cargando con orgullo su “inexplicable mala salud de hierro”.

El poeta Benjamín Prado escribió en el prólogo del libro Con buena letra —una recopilación de la mayoría de las canciones de Joaquín—, que lleva mucho tiempo tratando de olvidar algunos de estos temas. “Son canciones que me gustan, algunas de ellas están conmigo desde hace años y se han añadido a mi vida como un clavo a la madera, a veces al punto de no poder distinguir entre ellas y ciertas cosas que me han pasado […] han crecido, cada una a su modo, hasta dejar de ser canciones y transformarse en himnos a una ciudad, una clase de sentimiento o una forma de vida, demostrando, una vez más, que lo que importa en una obra de arte nunca es lo que se diga acerca de quien la ha creado, sino lo que sea capaz de decir sobre quienes van a leerla u oírla”.

Ciudadano del mundo, con un ojo poético siempre alerta, Sabina ha hecho de sus canciones formas distintas y colectivas de entender la vida, con letras que desafían la rutina y las buenas formas. “Cuando ladran los perros del amanecer”, Joaquín sale a la calle para atrapar historias y fantasmas. Su música es universal porque está construida sobre la tragedia cotidiana, porque le habla de tú lo mismo al taxista que al businessman.

“Cada mañana bostezas, amenazas al despertador/ y te levantas gruñendo cuando todavía duerme el sol./ Mínima tregua en el bar, café con dos de azúcar y croissant,/ el metro huele a podrido/ carne de cañón y soledad./ Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal,/ ¿dónde queda tu oficina para irte a buscar?/Cuando la ciudad pinte sus labios de neón/ subirás en mi caballo de cartón./ Me podrán robar tus días, tus noches no”, escribe Sabina y logra que quien escuche estos versos dibuje en su mente la imagen clara de una secretaria que despierta cansada, harta, y tiene que irse a hacer su travesía rutinaria por las estaciones Tirso de Molina, Sol, Gran Vía y Tribunal del metro de Madrid para llegar a la oficina donde el cantautor le asegura que “mientras tus manos archivan, tu mente empieza a navegar”. La venganza viene después de las horas de trabajo, ahí donde Joaquín es rey y la espera sobre un caballo de cartón.

Joaquín Sabina es un autor que dibuja con maestría su entorno, “en cierto sentido, sus canciones también esconden un novelista en miniatura, porque en ellas es muy importante su capacidad para narrar, para contar historias que, efectivamente, tienen su argumento, su protagonista, sus personajes secundarios, […] cuando uno acaba de escucharlas casi tiene más la impresión de haber oído un cuento que una canción. Probablemente esa habilidad la habrá aprendido Sabina en los boleros, las rancheras y las coplas, pero en este momento, aquí y ahora, lo convierten en un compositor único”, asegura Benjamín Prado.

“Y digo adiós, adiós, adiós; cierro la maleta y pido un taxi para la estación”.

“Peor para el sol” si deja de encontrar a un cliente tan asiduo como Sabina en los amaneceres. Que el flaco viva ya de su leyenda o que sea su leyenda la que consume a Joaquín es algo que en nada influye a los cientos de canciones, poemas, cartas y pinturas que ha ido arrancando del “corazón de cemento” de las ciudades.

Se cierra un ciclo ahora que Joaquín Sabina anunció (parece que esta vez va en serio) que se terminaron sus conciertos, que no habrá más coros del público –“Y sin embargo cuando duermo sin ti contigo sueño/ y con todas si duermes a mi lado”–, y que ya no será necesario el bombín negro con el que distingue al Joaquín dueño del éxito con el Joaquín de a pie.

A pesar del aire fúnebre que los medios de comunicación y el mismo Joaquín le han querido dar a esta despedida, Sabina sigue vivo y eso quiere decir que la historia de este trovador de asfalto con voz de lija seguirá tejiéndose de forma “sabinera”, es decir, como a él le dé la gana, porque si algo demostró con más de “cincuenta abriles en el escenario”, es que tiene la capacidad de reinventarse y “la costumbre de resucitar”, de hacer quedar mal a los profetas y a los críticos. Yo no apostaría porque el autor de “Y nos dieron las diez” se quede quieto, y “contra todo pronóstico” parece rectificarlo: “A veces me va mal y a veces no /A veces quien se ríe al último soy yo/ El Día de los Difuntos pongo flores/ En las tumbas de mis enterradores”.