En el otoño de 1975, con otros compañeros de Excélsior (Enrique Loubet y Ángel Trinidad Ferreira), el autor de estas líneas cubría la primera etapa de la monótona gira electoral del único candidato oficial a la Presidencia de la República: José López Portillo.
Estábamos en un pueblo del Bajío y las autoridades locales habían echado la casa por la ventana para recibir al candidato del PRI. En busca de material para hacer una crónica, me acerqué a la plataforma de un camión carguero sobre la cual se había montado un evocador pasaje de la Independencia. Una guapa jovencita, rodeada de damas con carrilleras al pecho y galanes con fusiles de madera, era el eje de la escena. Lucía un largo vestido de raso azul celeste, terciado con una banda tricolor. Sus dorados cabellos estaban dominados por una diadema que sugería diamantes, rubíes, zafiros.
Me atrapó su postura enhiesta. Su mirada perdida en el infinito. Ni pestañeaba. A unos pasos, un aparato de sonido reproducía la voz arrebatada del animador del evento, que ya anunciaba la llegada de muchachitas vestidas de chinas poblanas: “¡Un aplauso, un aplauso para nuestras Adelitas!”
Me acerqué a la chica del vestido de raso azul celeste. Le pregunté ingenuo:
-¿También vienes a recibir al candidato?
No me respondió.
Insistí: ¿qué representas?
-A la Patria-, me respondió imperturbable, sin mirarme.
-¿A la Patria? ¿Por qué?
-Porque doy el tipo.
Caminé reflexivo hacia el autobús de prensa para alejarme del torbellino formado en torno al templete, al que ya subía el candidato entre agitados banderines tricolores del partido oficial. Advertí que unos músicos interpretaban con brío lo que el animador identificaba como “nuestro glorioso segundo himno nacional”: La Marcha de Zacatecas, del compositor zacatecano Genaro Codina (1852–1901), de oficio cohetero y arpista de afición, según su biografía.
Desde la ventanilla del autobús presencié el final. Un diluvio de confeti tricolor despidió al candidato mientras la banda del pueblo empezó a interpretar “nuestro otro himno nacional”:
Huapango, del jalisciense José Pablo Moncayo García.
Y ahí sigue todavía…la Patria secuestrada.