La historia de la educación pública en México, particularmente la que se imparte en las zonas rurales, ha transitado por difíciles etapas, muchas de ellas dolorosas y trágicas. Antes de 1910, en el México rural la escasa educación estaba a cargo de escuelas parroquiales, dirigidas por el clero. Algunos gobernadores instauraron escuelas laicas y hasta patrocinaron a sobresalientes pedagogos, como Enrique Laubscher y Enrique Rébsamen. Pero en las zonas agrestes, incomunicadas y controladas por caciques, la escuela rural se vio condenada, desde su nacimiento, a librar un heroico esfuerzo de resistencia y sobrevivencia que perdura hasta hoy. No obstante la Revolución, las diferencias de orden social, étnico y económico se mantienen al día e incluso se han incrementado. Sin soslayar los cinturones de miseria urbana, que son sus receptáculos, en las comunidades rurales está el espejo de la desigualdad social que lacera a México. En ellas la gente sigue encadenada a una ecuación fatal: pobreza y educación deficiente, igual a más pobreza.
A partir de 1921, José Vasconcelos en la SEP y otros prestigiosos maestros, como Moisés Sáenz, Rafael Ramírez y Narciso Bassols, hicieron esfuerzos encaminados al rescate de las zonas rurales, por la vía de la educación. Las nuevas escuelas normales rurales y los maestros egresados de ellas, se integraron a la comunidad y asumieron sus desventuras y sus sueños hasta llegar a ser insustituibles. Las escuelas rurales fueron más que aulas de clases: se transformaron en casas del pueblo y en centros de deliberación comunitaria, en donde el maestro aconsejaba, escuchaba, enseñaba, conducía, hasta convertirse en influyente líder comunitario. Así nacieron ligas de profesores, casi a la par de que surgieron las organizaciones campesinas. Unieron no solo sus fuerzas en luchas de reivindicación, también juntaron sus sueños y sus esperanzas de emancipación, de libertad, de autonomía y bienestar.
Pero la frustración prohijó pronto movimientos de protesta y rebeldía, luchas de resistencia y sobrevivencia explicables ante lo inexplicable: eran tan palpables los avances en los centros urbanos, como el rezago y la vida miserable en el campo. Esa frustración se cobijó en las Escuelas Normales Rurales, sobre todo en tres estados en los que hoy bulle aún el ánimo rebelde: Michoacán, Guerrero y Oaxaca. Y esas escuelas eran entonces, como ahora, el último horizonte para que niños y jóvenes puedan ascender en la rígida escala social.
Hace alrededor de 40 años, Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas Barrientos, ambos maestros e hijos de campesinos guerrerenses humildes, se rebelaron contra el sistema con las armas en la mano. Los dos participaron en el Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM). Genaro perdió la vida en 1972, en misterioso accidente en la carretera México-Morelia. Lucio murió abatido a tiros dos años después, en la sierra de Atoyac de Álvarez, en un enfrentamiento con militares. Genaro y Lucio abrevaron su rebeldía en la miseria del campo guerrerense. Para algunos son ejemplos de lucha sin claudicación, para otros son figuras fantasmagóricas, amenazantes.
A la luz de estos hechos del pasado, valdría la pena reflexionar en serio, desde el poder público, sobre lo que ocurre hoy: qué hay detrás de la irritación, la indignación y hasta los excesos violentos de los maestros de Michoacán, Guerrero y Oaxaca. Porque, a primera vista, las políticas públicas parecen implementadas para otros estratos de la sociedad, para el otro México, el de los de arriba. Los de abajo, como en la novela de Mariano Azuela, solo ven rodar las piedras… hasta que se cansan.