Actualmente residen 325 varones de 18 años que cumplen una medida de tratamiento
Patricia Zavala Jiménez
Los olvidados
Su voluntad está dominada por los medicamentos. Sufren trastornos mentales, la mayoría padece esquizofrenia.
Todos cometieron un delito. El robo y la agresión física aunada al consumo de drogas, son las sentencias predominantes; no obstante, hay quienes efectuaron homicidios, delitos sexuales o secuestros.
Los prejuicios se derrumban al conocerlos. Son hombres curiosos, que se emocionan ante mi presencia por el simple hecho de visitarlos. Me regalan sonrisas, sus rostros risueños son constantes; inocentes hacen muchas preguntas al mismo tiempo, saben que en cualquier momento un vigilante los llevará de nuevo a su cautiverio.
Al verlos, los creo incapaces de hacerme daño, ni siquiera creo que delinquieron. Aquellos que me alteran y hacen que suba la guardia, son los menos.
De pronto retomo las palabras del corpulento custodio que mantiene los brazos cruzados mientras observa, gracias a su gran estatura, el entorno completo: “Todos, sin excepción alguna, están medicados durante todo el día para controlar su enfermedad”.
Entonces al salir del Centro Varonil de Readaptación Psicosocial (Cevarepsi), anexo al Reclusorio Sur de la Ciudad de México, pienso que el tiempo recorrerá sus vidas, envejecerán, incluso, algunos morirán en la prisión para los enfermos mentales.
En este sitio actualmente residen 325 varones mayores de 18 años de diversas nacionalidades, que cumplen una medida de tratamiento según el delito que perpetraron.
Me conflictúa pensar que la mayoría saldrá libre. Resulta irónico porque a pesar de sus condiciones de vida, aquí por lo menos son medicados para controlar sus trastornos psicológicos.
También sé que seguramente regresarán a las calles, porque sus familiares suelen abandonarlos, además es frecuente que reincidan y cometan otro delito.
La pesadumbre me invade al especular sobre el futuro de los internos, pero a la vez me siento afortunada por estar libre.
Un amplio túnel color verde menta
Al sur de la capital, camino hacia Xochimilco, a la altura de la estación La Noria del Tren Ligero, se encuentra la Avenida Camino Real a Xochimilco, que asciendo para llegar al Centro Varonil de Readaptación Psicosocial (Cevarepsi), ubicado dentro del perímetro del Reclusorio Preventivo Varonil Sur.
Tras abordar un vehículo, en aproximadamente 15 minutos recorro el camino empinado que se dirige a ese pequeño edificio, decorado con tabiques barnizados y franjas blancas que enmarcan las iniciales del Centro, designado para los presos con problemas mentales.
La entrada a las instalaciones permanece rodeada por una malla ciclónica hasta el estacionamiento. En el horizonte se observa un campo de hierba seca y un muro gris con más de dos metros de altura, donde destacan las torres carcelarias de vigilancia, que advierten un costado del Reclusorio Sur.
Frente al portón del Cevarepsi se percibe que el tiempo percudió la constitución de las paredes, mientras un letrero con hojas de papel, escrito a mano, sugiere que para ingresar se toque la puerta de cristal, la cual impide la visibilidad al interior del inmueble.
Hoy no es uno de los tres días destinados a las visitas. Sin embargo, el grupo independiente “Los Conjurados Teatro”, integrado por jóvenes actores del Centro Universitario de Teatro (CUT), presentarán la obra Ficticia ante los presos.
En el interior la luz disminuye y se percibe un ligero olor a humedad. Cruzamos un arco detector de metales inactivo, mientras dos uniformadas solicitan nuestro registro en el libro de visitas. Somos siete mujeres, tres de nuestros compañeros varones ingresaron por un costado para meter la escenografía.
Los guardias nos advierten que no debemos portar ningún objeto, sólo una identificación con fotografía; sin embargo existe un área para dejar los artículos personales durante la visita. Tampoco se permite vestimenta agujereada ni de tonos beige, gris o azul; por el contrario, deben ser colores intensos y es preferible usar tenis.
Al término del registro, una mujer efectúa el protocolo de revisión en uno de los tres pequeños módulos de lámina, donde probablemente suelen examinar minuciosamente a los familiares de los presos. Sin embargo, la inspección es sutil, quizá porque la visita tiene fines recreativos.
En el techo un par de tragaluces adornan el recinto. El ambiente se vuelve más sombrío después de cruzar una reja y descender los escalones que dirigen a un amplio túnel color verde menta alumbrado sólo desde el centro del techo por una lámpara. La escena me remite a la película Irreversible, donde la protagonista es ultrajada en un bajo puente.
El camino es impedido por una reja con densos barrotes grises, que es liberada cuando una de las dos uniformadas quita un imponente candado mientras otra solicita un segundo registro en el libro de visitas, así como la identificación con fotografía a cambio de una ficha azul plastificada.
La guardia más joven se encarga de colocar un sello transparente en el brazo izquierdo, le pregunto: “Si al salir no lo tengo ¿no salgo?” Ella sólo asienta con la cabeza. Entonces en la caja ultravioleta descifro la imagen: es el ángel del gobierno capitalino.
Al terminar la inspección, se cruza otra reja de las múltiples que hay a lo largo del túnel, esta vez se escucha el eco de las voces de mis compañeras. Estos pasillos me recuerdan a los del Hotel Overlook, de la cinta El Resplandor, donde el personaje de Danny jugaba sobre su triciclo.
El protocolo se repite cuando nos topamos con otro portón que nos impide el paso, al terminar el registro en el libro de visitas, la guardia nos da acceso al mismo pasadizo, que nos encaminará a un módulo custodiado por dos guardias varones, quienes al ingresar, nos apresuran a bajar las escaleras que conducen a la sala de visitas.
Ahí encontramos al resto de nuestros compañeros que cargan la escenografía de la obra para instalarla en el centro del aula, junto a unas jóvenes psicólogas de la Universidad Iberoamericana, a quienes un guardia les solicita continuar la terapia en el otro extremo del recinto.
En ese instante observo por primera vez a los presos, son menos de diez, y se disponen a llevar las sillas y mesas de plástico al lugar reasignado. A simple vista ninguno manifiesta algún trastorno mental.
La sala de visitas está dividida en dos por un pequeño cuarto enrejado, que funge como tienda para los reclusos, ahí se pueden conseguir galletas y refrescos. Los familiares de los internos pueden llevarles, como máximo, 250 pesos en los días de visita, así lo indican un par de cartulinas pegadas en las paredes de ladrillos mezcladas con muros color crema.
El lugar es amplio, modesto pero limpio, incluso, se parece a un salón de clases, cuenta con buena iluminación porque en el fondo tanto los muros como la puerta que desemboca en un pequeño y agradable jardín, son de cristal. En el área verde, se ubican mesitas y sillas de concreto rodeadas de árboles y flores, donde jóvenes psicólogas, como parte de su servicio social, ofrecen terapia a los internos.
“Están locos”
Un recluso alto, delgado y moreno con menos de 25 años de edad, se planta frente a mí, me saluda con semblante serio pero inofensivo, le correspondo el saludo; sosegado responde: “¿Y cómo estás?”, al instante le digo: “Bien y ¿tú?” y afirma: “Bien”. Me esquiva sin titubear para dirigirse con una psicóloga, a quien le informa que en estos días saldrá libre y le pregunta: “¿Cómo apareces en Face y Twitter?” para seguir siendo amigos. Ella le recuerda que está prohibido mantener contacto fuera del penal, él, resignado se despide.
Un guardia llega hasta mí y me sugiere no permanecer sola con algún interno, a quienes oficialmente se les denomina interno-pacientes, porque cometieron un delito. El 70 por ciento de los casos está relacionado con el robo en diversas modalidades; no obstante, algunos perpetraron asesinatos, violaciones o secuestros.
El funcionario sostiene que predominan los varones de entre 30 y 35 años de edad, pero hay jóvenes de 18 años hasta adultos mayores, que sin excepción padecen algún trastorno psicológico: bipolaridad, esquizofrenia, retraso mental, brotes psicóticos relacionados con el consumo de sustancias, entre otros.
Por sus problemas mentales, la ley los considera inimputables al no comprender la criminalidad de sus actos y carecer de la capacidad de culpabilidad, porque no dirigen sus acciones. Una vez que las autoridades corroboran su condición, a través de pruebas psicológicas, son internados y reciben el tratamiento necesario para su padecimiento al tiempo que cumplen una medida de tratamiento según el delito que perpetraron.
“Hay quienes pasarán el resto de su vida recluidos, otros estarán sólo un par de meses”, afirma el guardia, a quien le solicito recorrer los dormitorios, pero me pide que espere a que el director del Cevarepsi baje a ver la obra.
Una universitaria de la IBERO me pregunta si los actores son “Los Conjurados”, le respondo que sí mientras un joven moreno con ojos enrojecidos nos encara: “My name is Paul. I´m from YU ES EI. A ver ya les dije quién soy, si son psicólogas díganme ¿qué tengo?”, la joven da un paso atrás. Eufórico prosigue: “Si son psicólogas, díganme ¿qué tengo?”, le respondo que debemos platicar a fondo para determinar su padecimiento. La universitaria desaparece y un funcionario del penal, le pide a Paul (el recluso que nos abordó) que trapeé junto con los otros seis internos, y después coloquen más de 100 sillas de plástico para que junto a sus compañeros vean la obra.
El hombre que le habló a Paul, un trabajador del centro (a quien por motivos de seguridad mantendré en anonimato, y al recluso bajo el seudónimo de “Paul”) sugiere que permanezca acompañada y evite entablar conversación con los internos porque en apariencia se ven cuerdos, pero “están locos”, nadie sabe cómo van a reaccionar. Y agrega: “Padecen de sus facultades mentales, todo el día están medicados, por eso tres cuartas partes del día permanecen dormidos. Algunos reciben terapia psicológica, pues suelen estar deprimidos porque su familia los abandona y ellos no comprenden por qué”.
“¿Entonces, qué ocurre cuando obtienen su libertad y no tienen a dónde ir?”Le pregunto. “El Centro se encarga de buscarles un refugio, aunque no es fácil que los acepten, y una vez que se consigue el espacio, tienden a escaparse; de hecho, algunos regresan aquí el mismo día”, responde.
“Cuando llegan al Cevarepsi -me explica-, inmediatamente son medicados y después son sometidos a pruebas psicológicas para determinar su padecimiento, son los más conflictivos y se rehúsan a permanecer encerrados. Además algunos sufren síndrome de abstinencia porque solían consumir drogas, por eso los mantienen confinados y dopados para calmarlos.
En la segunda fase, permanecen encerrados pero ya están diagnosticados, si bien, continúan ansiosos. En la tercera, suelen ser autosuficientes y su comportamiento es más estable. En la cuarta y quinta están tranquilos, son autosuficientes y realizan diversas actividades”. Resignado me confía: “A veces fuman marihuana… está mal, pero los tranquiliza… de todos modos permanecen dopados”.
Le pregunto si constantemente reciben actividades culturales, como la presentación de la obra de teatro, y qué talleres realizan como parte de su terapia. Sin decir una palabra, su cabeza indica una negativa al dar un giro ligero de lado a lado. Insisto: “¿No reciben talleres de carpintería? ¿Tampoco realizan artesanías para venderlas posteriormente?”, preguntas ante las cuales recibo la misma contestación.
Mientras tanto los internos deambulan torpemente, al trapear dan zancadas similares al caminar de los patos, o como dice uno de los trabajadores, parece que marcan la hora “al cinco para la una”. Al terminar, colocan las sillas hasta formar una media luna y los guardias se alistan para trasladar a más de 100 presos, quienes en hilera son encaminados a los asientos.
Huelen a medicamentos y azufre
Pantalones largos o cortos, playeras con o sin manga, sudaderas, gorros o suéter, todo color caqui: es el uniforme de los presos. Sólo poseen dos mudas y calzan desgastados tenis o zapatos obscuros.
“¿Por qué la mayoría no tiene calcetines?”, cuestiono al funcionario, quien justifica que son sus familiares los que les traen prendas, aunque aclara, el Centro les otorga un par de ropa interior y uniformes. Son privilegiados, añade, es uno de los pocos Centros que tiene lavandería y planchado. La vestimenta de diferentes internos evidencia lo contrario, a lo cual responde: “Algunos la hacen bolita, la avientan, no la cuidan y por eso está arrugada o rota”.
Después de congregarse, el ambiente es invadido por un olor penetrante que pica la nariz, me inquieta saber a qué huele. El funcionario despeja la duda: “Los presos transpiran medicamentos, prácticamente no beben líquidos y al día ingieren cinco tomas; además su ropa es lavada con azufre, para prevenir infecciones”.
En ese momento quisiera lavarme el rostro. Los olores empiezan a surtir efecto en mí, a través de un ligero dolor de cabeza. Voy al baño para refrescarme la cara, pero la llave está fragmentada, la sustituye un tambo encargado de almacenar líquido, ante lo cual prefiero evadir la sugestión.
Al regresar al salón unos presos fijan su mirada en mí, les inquieta la presencia del sexo femenino; me regalan sonrisas ingenuas y coquetas, su semblante infantil cesa en mí un conjunto de prejuicios. Sin embargo, recuerdo, están bajo el influjo de medicamentos. Varios internos caminan erguidos, están al pendiente de su entorno, parecen conscientes de su realidad. En ese lapso, por primera vez sentí temor: dos internos me observan intimidatoriamente, aunque me tranquilizan los tres metros de distancia que nos separan las sillas, además confío en la astucia de los guardias.
Están rapados para evitar la proliferación de piojos, lo que en algunos revela amplias y profundas cicatrices en sus cabezas o rostros. El trabajador me explica que entre ellos se rapan y diario se asean. A pesar de que varía su estatura, complexión, tez y edad, los imagino como hombres de papel cortados por la misma tijera: uniformes de color caqui, rapados y somnolientos.
Cuando los presos están sentados, el director del Ceverapsi se dirige a un lugar ubicado al centro de la primera fila para dar inicio a la obra Ficticia. Los artistas presentan una historia que trata de una ciudad forjada sobre una montaña de basura y padece escasez de agua, orillándolos a realizar diversas peripecias para conseguirla. “Aquí pasa lo mismo”, me comenta un empleado.
En un inicio, los internos están pendientes de la función, se divierten, ríen o se miran entre sí cuando una actriz realiza movimientos seductores, pero el tiempo va mermando su ánimo hasta evidenciar momentos de distracción, miradas perdidas. Se levantan de su lugar, piden permiso para ir al baño, que se encuentra a mi espalda, y donde llega a haber cinco internos al mismo tiempo.
En plena función, uno empieza a cantar, otro aplaude, a la vez que uno se tapa los oídos con los dedos para después frotarse la cabeza con las manos. Un joven insiste en fijar sus ojos verdes sobre mí, lo cual me hace sentir incómoda. De pronto concluye la obra, algunos sonríen y aplauden, a otros les pasa desapercibido.
El recorrido por las celdas
Una funcionaria, al lado del guardia, le informa al director que solicito un recorrido. Sin apartar la mirada, ambos nos acercamos para presentarnos. No existen contratiempos, da una palmada en mí hombro derecho, señala las escaleras para ascenderlas e iniciar el recorrido. Las escalinatas conducen al módulo custodiado por los guardias varones, que al instante abren la puerta que dirige a las celdas de los interno-pacientes.
Al aire libre, transitamos por el estrecho pasillo de concreto que delimita un muro trasero de una cimentación y diversas fracciones de áreas verdes cercadas, donde reposan algunas piezas de uniformes empapados.
Cuando se percatan de la presencia del director, los internos se cuadran pegados a la pared, mientras los saluda por sus nombres y chocan sus puños. La escena continúa metros después, al igual que el olor a azufre y medicamentos, cuando se acercan más presos para pedirle cigarros. Él responde: “Ahorita no traigo…al rato”. Al mismo tiempo, otros deambulan o permanecen sentados en los patios de concreto.
Los dormitorios se asemejan a los salones de las escuelas públicas: pequeñas edificaciones de ladrillos con franjas azules en la parte superior. De forma presurosa ingresamos a las celdas, en ese instante merman la temperatura y la luz, los muros descarapelados evidencian cómo su blancura adquirió tonos grisáceos por el paso del tiempo.
En el costado derecho, se ubican unas escaleras que conectan al segundo piso donde se replican las celdas, situadas en los costados de tal forma que en el centro queda un espacio libre en forma de rectángulo.
Las habitaciones, divididas por barrotes y muros, disponen de delgadas estructuras metalizadas en forma de litera. Según el tamaño del cuarto, algunas cuentan con diez, ocho, seis o cuatro camastros, donde descansan escuálidas colchonetas y harapos que fungen como cobijas. En el fondo de cada dormitorio, hay un pequeño apartado donde los internos realizan sus necesidades fisiológicas. En ese momento, las rejas están abiertas, las celdas desocupadas y el ambiente carece de olores fétidos; no obstante, el espacio en sí, me resulta desolador.
Cuando salimos al aire libre, el director continúa saludando a los internos que insistentes le piden cigarrillos mientras pasamos a un segundo dormitorio. Esta vez dentro de la celda, tres reclusos se apartan abruptamente al tiempo que se cuadran para saludar.
Tras encaminarnos al comedor, el funcionario me dice que tiene capacidad para atender a 300 internos simultáneamente, porque cuenta con diez mesas reforzadas y 300 sillas plásticas acojinadas que están distribuidas en el amplio salón, en ese instante observo a un preso sentado sobre otro, pero ambos se levantan velozmente ante nuestra presencia.
Es la hora de la comida. Afuera del comedor varios pacientes esperan entrar, formados en hilera con una charola de plástico que aún permanece vacía, porque apenas traen el carrito de metal que soporta tres amplias ollas, con un guisado, guarnición y agua de sabor, respectivamente. La altura no me permite distinguir los platillos pero el guardia comenta: “Van a comer pescado”.
Al dar la vuelta, pasamos al lado izquierdo del inmueble donde se ubican más dormitorios, aunque esta vez no ingresamos a ninguno. El director sigue saludando, pero le pregunta a uno sobre su herida en la cabeza, el preso que aparenta más de 40 años, le contesta:“Ya, ya estoy mucho mejor, gracias”.
Después cuestiona a un muchacho escuálido que sufre temblores constantes en los brazos, “ponto saldrás libre, ¿ya sabes qué harás?”, a lo que el joven sonriente responde: “Llegaré a mi casa, acomodaré mi cuarto y tenderé mi cama para ver la televisión todo el día”. El director ríe, pero le recomienda buscar empleo, y titubeante el interno dice: “Sí, un familiar me va a prestar su taxi”.
Posteriormente se dirige hacia un joven que se cubre la cabeza con un gorro beige: “Ya pronto vas a salir ¿cómo te sientes?”, el preso responde: “Bien, pero estoy confundido, no quiero salir”. “¿Por qué no quieres salir?”, pregunta el funcionario sorprendido mientras el joven admite: “Aunque aquí me controlo, últimamente me han dado ganas de golpear y si salgo sé que lo haré de nuevo”. Sin embargo, recibe un aliento: “No te preocupes, a tu mamá le diremos qué medicamentos necesitas y verás que estarás bien”, el joven resignado asienta con la cabeza.
Más adelante las dentaduras chimuelas de los internos se dejan ver cuando nos ofrecen sonrisas y chocan sus puños con los nuestros, uno me extiende la mano, le correspondo y siento que está helado; otro copia la acción, de igual forma siento que está fría y pegajosa. Entiendo por qué el funcionario los saluda con el puño cerrado.
Mientras tanto, el director me comenta que actualmente también residen salvadoreños, hondureños y hasta un español. Antes de salir, es cuestionado por un joven: “Ayer mi familia me dejó dinero pero hoy en la tienda me dijeron que ya no tenía nada. Quiero saber si me lo tranzaron o qué”, a lo que el director responde: “Ven, de una vez vamos a aclararlo”, al regresar al módulo donde hay varios guardias, le encomienda a uno revisar el caso del inconforme.
Y tú ¿qué?
El guardia corpulento me indica que mis compañeros están a punto de comer; dos funcionarias nos guían hacia el primer piso, donde se ubica la sala de juntas del director, la cual nos servirá de comedor. Posteriormente, un joven coloca sobre la mesa dos ollas grandes de comida y una jarra con agua de jamaica. No sin antes lavarme las manos, agarro una charola de plástico donde las compañeras sirvieron las raciones.
El director se sienta a mi lado y con actitud simpática felicita a los jóvenes actores, mientras ellos le preguntan sobre los internos y el Cevarepsi. A mí alrededor todos comen; excepto el director, no quiso ni agua ni comida.
Con los dedos intento desmenuzar la áspera pierna de pollo rodeada por una rodaja de cebolla. Al dar el bocado percibo que su sabor es intenso, penetrante, está tan cocido que desisto y prefiero probar el arroz blanco, que tampoco tiene una pizca de sal. Por no dejar pruebo el agua azucarada de jamaica y recuerdo las palabras que el trabajador me dijo acerca de la escasez del líquido, lo cual me lleva a pensar que, probablemente, el agua ha sido extraída directamente de la llave.
De reojo, el funcionario se percata que dejo el plato íntegro, y me lanza una pregunta: “Y tú ¿qué?”. “Nada”, le respondo mientras aparto el plato de comida. Sin más, continúa la plática con los actores.
Un mundo sin colores
Antes de salir del Centro, solicito hablar con dos reclusos. Una funcionaria le comunica mi petición al guardia, no sin antes aclararle que les preguntaré sólo sobre la obra. El guardia acepta, saca a dos internos al módulo donde permanecen los uniformados, y se mantiene a mí lado. Le pregunto a un interno regordete si le gustó la obra.
Emocionado me dice: “Sí, me gustó mucho. Nunca había visto nada así, cantan muy bonito y dan un buen mensaje porque sí debemos cuidar las calles y en donde vivimos. Ojalá vengan más seguido para verlos, aunque ya no veo bien con el ojo izquierdo. Y es que hace mucho tiempo estoy encerrado, entonces al verlos, me recuerdan cómo es la calle”, y señala nuestra vestimenta colorida, “los colores son vida. ¡Carajo!”.
Inesperadamente, un guardia les ordena a ambos presos, con los que me disponía a seguir platicando, que inmediatamente ingresaran al dormitorio. Con gesto arduo se justifica diciéndome que mis compañeros están a punto de salir. Sin embargo, transportan la escenografía, incluso, un guardia le dice a un preso (que intenta hablar aunque sus palabras resultan inaudibles), que ayude a cargar la escenografía.
En ese lapso, tres curiosos presos, ansiosos y bonachones, se asoman por una puerta, que está frente al módulo de los uniformados, y me preguntan: “¿De dónde vienen? ¿Son los de la obra? ¿Por qué se van?” A la par el guardia, me dice: “Ahora sí ya se van tus compañeros”. Agitando la mano hacia los reclusos, me despido de ellos antes de iniciar el mismo recorrido, por aquel túnel color verde menta.