Los datos de referencia son apabullantes. Dice Transparencia Internacional que en 16 años, de 1998 a 2014, México cayó 48 lugares en el Índice de Percepción de la Corrupción, al pasar del sitio 55 al 103 entre 175 países evaluados, con una calificación de 35 sobre 100; que, además, los más corruptos son los partidos políticos, con el 91%; los policías, con el 90%; los políticos y funcionarios con el 87%; y los jueces, con el 80%, según la opinión de los mexicanos. El primer lugar de este Índice corresponde al país con más baja corrupción.
A su vez, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala que en México se cometen 12 millones de delitos al año, de los cuales no se denuncia el 85% y sólo terminan en sentencia 120 mil, lo que significa que únicamente se castiga el 1% del total de los delitos cometidos.
El Índice Global 2013 de la Organización The World Justice Project, de la Universidad de Nueva York, presentó un estudio en el que México se ubica en el lugar 77 entre 99 países, debido a sus niveles de impunidad, narcoviolencia e inseguridad, que convierten a nuestro país en una de las naciones más débiles en la implantación de un estado de derecho.
Hay hechos incontrovertibles que apuntalan este lamentable escenario: la práctica desvergonzada (con honorables excepciones) de policías, funcionarios públicos, oficiales aduanales, jueces, agentes del Ministerio Público, empleados de oficinas federales y estatales, que día y noche están dedicados al cohecho.
Por supuesto, el mal ha permeado y contaminado todas las capas sociales; ha hecho de la corrupción y de la impunidad una costumbre cínica. Desde el extranjero nos señalan: México es la república de la impunidad. En el peor de los casos, las presuntas acciones contra este cáncer público han llegado a cobijar abusos del poder y autoritarismo.
En este contexto, nuestra fracción parlamentaria en la Cámara de Diputados aprobó recientemente reformas a 19 artículos de la Constitución que integran la llamada Ley Anticorrupción. Reconocemos que se trata de un paso significativo hacia la instauración de un irreprochable y genuino Sistema Nacional contra la corrupción.
Esta decisión responsable de nuestros legisladores está lejos de significar un cheque en blanco. Todavía son necesarias muchísimas acciones para eliminar la desconfianza pública, consecuencia natural de la impunidad y la corrupción que campean en México y que se han incubado durante décadas desde el poder. Es el poder público, entonces, el primer obligado a combatir esa corrupción y esa impunidad. Y mostrar resultados satisfactorios con hechos, no con retórica.