El chanate o quiscalus mexicanus, es un ave a la que comúnmente se le confunde con los cuervos, pájaros de mal agüero. Sus territorios van del sur oeste de los Estados Unidos hasta Perú, pasando por México y Centroamérica. Si hay un ave que sigue a los migrantes en toda su trayectoria es el chanate, que los ve desde que salen de sus casas, se monta con ellos a “La Bestia”, y llega a Altar, Sonora, donde se posa en el campanario de la iglesia principal, desde donde mira la pared de una de las muchas casas de huéspedes que hay aquí. Pintada en el muro, aparece una Virgen de Guadalupe sobre una duna del desierto donde abundan calaveras.
En esa misma cuadra está la oficina municipal de Altar, donde despacha la alcaldesa Martha Vidrio Federico, una mujer tozuda, casualmente, madre del pasado alcalde, Rafael Rivera Vidrio. En octubre de 2012, Martha dice en los periódicos de Sonora que está poniendo todos sus esfuerzos para que el municipio deje de vivir de los migrantes. Habla de una fábrica de muebles y una de escobas que le darán empleo tanto a los originarios de Altar como a los migrantes, para que puedan escoger entre atravesar el desierto o quedarse aquí.
En sus declaraciones, la alcaldesa niega los secuestros y maltratos de migrantes y habla de una oficina de derechos humanos que hay en el pueblo, en la cual no se ha recibido ninguna queja. A cargo de dicha oficina está un hombre largo, de rostro sin expresión, más bien opaco, como un personaje kafkiano. Unos estudiantes de la Universidad de Sonora que hacen sus prácticas en periodismo, le preguntan si esta oficina se ha puesto en contacto con organismos internacionales especializados en los derechos de los migrantes; el burócrata no supo contestar. Solo repitió lo ya dicho por la alcaldesa: “en esta oficina no ha habido ninguna queja, ni por violencia, ni por secuestro. En Altar cuidamos al migrante porque es nuestra fuente de ingreso”.
En la plaza principal, nos encontramos con un hombre regordete y bonachón, que de lejos se ve que tiene más dinero que el común de la gente en Altar. Viste una camisa vaquera bien planchada, pantalones Levi’s y unos Ray Ban dorados. Él será nuestro Virgilio: el sacerdote Prisciliano Peraza.
Las casas de huéspedes para migrantes que Prisciliano presume como un guía de turistas, están por todo Altar y son de lo más variadas, desde las que tienen agua caliente y T.V. con cable por 40 pesos, hasta las exclusivas para los fans de las Chivas del Guadalajara. Todas tienen en común que sus instalaciones, por más agua caliente que anuncien, parecen dormitorios de Auschwitz. Los cuartos, con o sin tele, son pasillos llenos de literas improvisadas en las que los migrantes descansan sobre planchas de madera.
El emprendimiento capitalista no se limita: entre los albergues hay tiendas especializadas en migración, que ofrecen desde chamarras para el frío de la noche en el desierto, hasta botellas de agua hechas con plástico negro para que el agua no refleje la luz del sol y los delate, pastillas anticonceptivas para las mujeres que ya saben que serán violadas, e incluso pantuflas que se ponen sobre el calzado para no dejar huellas en la arena.
No lejos de estos albergues, hay un lugar que tiene en su comedor una cruz hecha con miles de cintas de colores, cada una con el nombre de un migrante muerto en el desierto. Es el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN). Lo maneja un grupo de monjas del sagrado corazón de Jesús y obtiene fondos de la arquidiócesis de Hermosillo y de los donativos que recibe. Aquí, el migrante puede tener hospedaje, alimentación, ropa, y acceso a baños y regadera, además de consultas médicas, pláticas de orientación, prevención y asesoría en derechos humanos.
Afuera de la casa del migrante, hablamos con un chiapaneco de unos cuarenta años. Es la segunda vez que va al otro lado: ya había vivido en Florida, donde trabajó como jardinero y había regresado porque extrañaba y necesitaba a su familia. “Pero el sistema es así. Nos tiene a todos jodidos. No hay trabajo y no me queda de otra que volver”. Las estadísticas lo favorecen: 80% de quienes ya cruzaron, cruzan con éxito otra vez.
Rumbo a Sásabe, hay un camino de terracería que tiene una garita de un lado y unas cruces blancas del otro. Las cruces las puso nuestro Virgilio, el sacerdote Prisciliano; la garita, que controla la entrada y salida de camionetas, la puso el crimen organizado. Es la entrada a los territorios pimas, que hacen frontera con Estados Unidos en medio del desierto. En estas tierras, cuyo nombre significa “no hay”, “no existe”, solo los chanates ven cómo los migrantes se juegan la vida cruzando el desierto, borrando sus huellas al pasar.
Fotografía por: Hermes D. Ceniceros