Una de las virtudes de nuestra Constitución de 1917 fue incorporar el sentir de los derechos sociales. A diferencia de los derechos de propiedad, el avance posrevolucionario llevó a generar instituciones encargadas de ofrecer al gobernado el derecho a la protección de la salud.
Así el 19 de enero de 1943 se crea el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) para trabajadores del sector privado, y el 30 de diciembre de 1959 el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) para trabajadores del sector público federal. No es ocioso recalcar la diferencia entre los derechohabientes de uno y otro instituto, puesto que la loable intención de proteger a los empleados, generó una distinción basada en los trabajos o el tipo de patrón (público o privado). Lo que es más, se dejó fuera a muchos individuos.
Los sindicatos, por naturaleza, defienden a sus agremiados, no necesariamente a los afiliados, y aunque en el mejor de los casos así fuera, definitivamente no defienden a quienes no son ni agremiados ni afiliados. Para ellos se creó la Protección Social en Salud (Seguro Popular), cuyo catálogo de enfermedades y urgencias no cubiertas es muy vasto.
El Estado no garantiza de igual forma la protección a la salud para cualquier persona. De hecho, la ambición de hacer de nuestra Revolución un conjunto de grandes instituciones, no contemplaba lo difícil que sería mantenerlas con un crecimiento poblacional extraordinario.
El sistema actual genera una discriminación en la protección, toda vez que es difícil acceder a tan pocos hospitales, centros de salud y consultorios. Ya sea para rehabilitación, urgencia o por tipo de enfermedad, el mexicano derechohabiente no tiene garantizado el acceso a la institución que requiere.
Al sistema de salud pública se han sumado numerosos prestadores de servicios, desde los institutos estatales de seguridad social, hasta el DIF y un sinnúmero de hospitales generales. Al no pertenecer todos ellos a un sistema único, cada organismo solventa erogaciones que normalmente se encuentran fuera de su alcance. Así es como vemos nuevos hospitales sin especialistas o médicos, sin ambulancias, sin equipamiento o con un severo desgaste. Cada institución depende de algún nivel de gobierno distinto (federal, municipal o estatal), y cada una compra equipo o materiales y cobra de distinta forma por la atención. Además de que los titulares pueden ser nombrados y removidos por diversos aspectos, como el credo político o las pugnas sindicales.
Institucionalizar una revolución garantiza la existencia de un sistema, pero no necesariamente garantiza que el sistema obedezca al bien común. Las instituciones de seguridad social, además de salud, procuran otro tipo de prestaciones: recreativas, deportivas, culturales y hasta de vivienda, lo cual las involucra con otras dependencias ajenas a la salud.
Cada servidor público perteneciente a este gran Movimiento Ciudadano (primero y único en la historia del país) habremos de repensar este sistema sanitario, ya no desde una revolución convertida en grandes instituciones, sino desde la perspectiva del propio ciudadano. Cada uno de nosotros habremos de revisar los qués y los cómos de nuestro bando municipal, de nuestras leyes orgánicas municipales, de las leyes y reglamentos estatales o federales a fin de encaminarlas hacia una posible portabilidad y transferencia. Ése es el camino, es el único, es el del ciudadano. Aquella Revolución inacabada se debe continuar.