En su libro Las discretas virtudes de la corrupción, el joven intelectual y escritor francés Gaspard Koenig Lagardeg, dice que es un mal difícil de detectar, porque se encuentra en todos los lugares y al mismo tiempo no está en ningún sitio. “Desde lejos, se condena, desde cerca, se fomenta… es un sistema difuso de intercambio que permite a todos los que forman parte de ella crecer y de hacer crecer la sociedad entera”.
El politólogo neoyorquino Samuel Phillips Huntington, llegó a afirmar con descaro que la corrupción es benéfica para la sociedad. Que puede ser considerada factor de modernización y de progreso económico, porque “permite un recambio social a favor de clases emergentes dispuestas a desbancar el obstruccionismo de las viejas élites (sic), agiliza procesos burocráticos y selecciona a los principales actores del mercado a fin de que surjan aquellos que invierten de forma decidida, incluso sobornando, en sus proyectos empresariales”.
En el siglo XVII acrisoló también estas ideas el filósofo francés Bernard De Mandeville (precursor del liberalismo económico del escocés Adam Smith). Hoy las tesis de De Mandeville tienen numerosos prosélitos entre las élites gobernantes de países como México, no obstante el amargo trance por el que atraviesan millones de pobres: el modelo de Koenig, Huntington y Smith, probado generador de miseria y corrupción de las mayorías sociales, sigue siendo la receta adecuada para cierta clase de poder.
Como ha sucedido durante siglos, el denominador común de quienes se asumen salvadores de la patria, es la defensa radical de un orden de mercado que pretende preservarse (y perpetuarse) montado en la pobreza, la explotación del trabajo y la falsa moral.
Pero no todo ha sido miel sobre la corrupción. El investigador Sabino Perea Yebenes, catedrático de la Universidad de Murcia (España), publicó un libro titulado La corrupción en el mundo romano, cuya lectura sonrojaría a cualquiera de nuestros patricios en el poder. Uno de sus pasajes refiere que en la antigua Roma los altos cargos estaban muy vigilados: “Los romanos tenían un concepto de la política diferente: lo más importante era el honor. Para llegar a la cumbre, el candidato debía tener currículo: haber ocupado cargos, tener educación y proceder de una buena familia. Pero además, debía tener patrimonio ya que tenía que entregar una fianza al principio de su mandato. Y cuando éste finalizaba, se hacían las cuentas. “Si te habías enriquecido, tenías que devolverlo todo”, explica Perea Yebenes. Y añade: “En caso de corrupción, había dos penas muy severas: una era el exilio; la otra era el suicidio. Esta última, de alguna manera, era más recomendable porque por lo menos te permitía conservar el honor”. Además, explica, en la antigua Roma había una doble moral: se diferenciaba claramente la esfera pública de la privada. Desviar los recursos públicos era una práctica reprobable, pero en los negocios particulares todos se hacían de la vista gorda.
Sobre el mismo ruborizante tema, citemos a Cicerón: “Quienes compran la elección a un cargo se afanan por desempeñar ese cargo de manera que pueda colmar el vacío de su patrimonio”. Cayo Licinio Verre (120 a.C.-43 a.C.), tiránico gobernador de Sicilia, fue acusado de cometer extorsiones, vejaciones e intimidaciones, con daños estimados, para la época, en 40 millones de sestercios, en tanto que Marco Poncio Catón, censor de Roma (234 a.C.-149 a.C.), sufrió hasta 44 procesos por corrupción. Otro dato puede resultar algo parecido a la realidad contemporánea: el teatro de Nicea, en Bitinia (antiguo reino sometido por los romanos), costó diez millones de sestercios (para darse una idea: el sueldo de un obrero de la época oscilaba entre 700 y dos mil sestercios al año), pero como el edificio resultó con grietas y repararlo salía más caro, simplemente se ordenó su destrucción.
Como se ve, de Cicerón al siglo XXI, (incluido el pasaje bíblico de Judas Iscariote y las 30 monedas de plata), nada nuevo hay bajo el sol en cuanto se refiere a corrupción. Lo relevante es que los personajes y las acciones corruptas han tenido sobrevivencia secular y sus émulos pululan por el planeta.
Narran algunos acuciosos historiadores que cuando Cristóbal Colón se lanzó a la conquista de América, exclamó: “El oro, cual cosa maravillosa, quienquiera que lo posea es dueño de conseguir todo lo que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
Ya en el siglo XX, al triunfo de la Revolución de 1910, millones de mexicanos creyeron que la llegada al poder de una nueva clase social (en realidad, fue la instauración de un nuevo régimen: el carrancista), podía traer lo que muchos expertos señalan hoy como el remedio eficaz para acabar con el mal: mayor transparencia y evitar los abusos anteriores cometidos por la burguesía. Pero lo cierto es que la nueva burguesía iluminada, que aprendió pronto a eliminar adversarios, pronto cayó en la tentación de usar la política para su enriquecimiento personal.
Desde el siglo XIX, Alexis de Tocqueville advertía que “en los gobiernos aristocráticos, los hombres que acceden a los asuntos públicos son ricos y sólo anhelan el poder; mientras que en las democracias los hombres de Estado son pobres y tienen que hacer su fortuna”. Claro, a costa de los generosos y confiados contribuyentes.
A la sociedad mexicana, indefensa, indignada, harta, se le atiborra cotidianamente de escandalosas noticias sobre corrupción, enfermedad cuya purulencia es altamente infecciosa, al grado que parece incurable. Peor aún, para evadir desvergonzadamente el tema, los señalados por el índice social sencillamente asumen la convicción de que gobiernan a un pueblo en el que todo es candidez, ignorancia, complicidad o desmemoria. Nada menos que el ex presidente francés François Mitterrand solía comentar a propósito de la corrupción: “Es cierto, Richelieu, Mazarino y Talleyrand se apoderaron del botín. Pero, hoy en día, ¿quién se acuerda de ello?”
Quienes, preocupados, se han dedicado a buscar remedios eficaces contra esta maligna enfermedad, se topan con el escepticismo de las propias víctimas, cuando no con actitudes cómodas y cínicas: “con la corrupción, todos resultamos beneficiados”.
Al respecto, el italiano Carlo Alberto Brioschi, en su libro Breve historia de la corrupción: de la antigüedad a nuestros días (que prologó en 2010 el conocido juez español Baltasar Garzón), ubica en el siglo IV a.C. el primer tratado político que reconoce la práctica de corruptelas (el autor era el escritor hinduista indio Brahman Kautilya, ministro del rey indio Chandragupta Maurya). Señala Brioschi contundente que la corrupción “es un fenómeno inextirpable porque respeta de forma rigurosa la ley de la reciprocidad. Según la lógica del intercambio, a cada favor corresponde un regalo interesado. Nadie puede impedir al partido en el poder que se cree una clientela de grandes electores que le ayuden en la gestión de los aparatos estatales y que disfruten de estos privilegios. Es algo natural y fisiológico”.
Aunque Brioschi también advierte que “al lado del robo de los grandes, siempre hay una corrupción inconsciente, de la que acabamos siendo todos responsables si aceptamos las reglas de un sistema ilegal, porque la micro corrupción siempre ha ido de la mano de la macroscópica”.
Se supone que la legalidad y el Estado de derecho, conceptos tan de moda en la retórica oficial, ya deberían tener bajo control (al menos), la corrupción. Curiosamente, entre las herramientas para lograrlo, las virtudes cívicas, los principios morales y éticos, no son las más importantes. Ayudarían, eso sí, a que al menos la corrupción sea reprobable, mal vista. Pero el remedio más confiable apunta sencillamente a la transparencia con rendición de cuentas.
¿Quién está libre de culpa como para arrojar la primera piedra? La consultora Transparency International manifiesta que en los países escandinavos hay poca corrupción. Esto se debería, entre otros factores, a que en estas sociedades predominan la ideología, los principios y los valores socialdemócratas: predomina entre sus ciudadanos la igualdad social, cuestión que inhibe que alguien trate de obtener ventajas sobre los demás en forma ilegal.
En el caso de México, sus orígenes son tan profusos como difusos. Nuestro primer virrey, Antonio de Mendoza, fue acusado de recibir dádivas de algunos encomenderos para aumentar los beneficios de los que gozaban o para acrecentar sus extensiones territoriales. También se le acusó de embolsarse dos mil ducados de oro anualmente durante los 19 años de su gobierno, que le había asignado Carlos V para los salarios de su servidumbre personal.
El mal ejemplo, traído de Europa, se propagó en México y en toda América hasta convertirse en tumores difíciles de extirpar. Abundan los datos. Las páginas de El Ciudadano (abril de 2014), consignaron que hace cuatro años empresarios mexicanos asistentes al Foro Económico Mundial (FEM) en Davós, Suiza, reveló que el costo de la corrupción en México equivale a nueve por ciento del producto interno bruto y que las empresas dedican hasta diez por ciento de sus ingresos a sobornar, para facilitar trámites y obtener contratos. Más de 12 mil directivos empresariales encuestados por FEM revelaron que “la corrupción es el segundo factor más problemático para hacer negocios en México”.
¿A quién le pagan sobornos los empresarios mexicanos? ¿Con quién hacen trámites para obtener contratos? Pues con el gobierno federal y con los gobernadores de los estados. Por eso resulta soez que en el inconcluso proceso legislativo para crear una “comisión nacional anticorrupción”, suspendido en diciembre de 2014, conspicuos miembros de la partidocracia hayan propuesto para dirigirla al presidente de la república y al séquito de gobernadores estatales.
La encuestadora GEA-ISA entrevistó en noviembre último a mil personas sobre el desempeño del jefe del Ejecutivo Federal en sus primeros dos años de gobierno. El 52 por ciento lo desaprobó y la calificación estuvo por debajo de la que recibieron sus dos antecesores inmediatos en sus respectivos periodos. Otra pregunta específica fue: qué tanto le creen al presidente. La respuesta del 38 por ciento fue: “nada”. Por añadidura, la encuesta dejó ver que si se hubieran celebrado elecciones en estos días, la abstención habría sido de 70 por ciento.
Guillermo Valdés, coordinador de la empresa encuestadora, advirtió en entrevista con Noticias MVS primera emisión: “Toda esta caída en la credibilidad institucional está haciendo que la gente pierda de vista que la democracia es la vía institucional para cambiar las cosas”.
“La gente se está alejando de la política por su poca credibilidad… están alejando a la gente de los cauces institucionales por las cuales debiéramos transitar y solucionar esta crisis”, aseveró. Aún así, el agobio del escándalo es interminable: raterías aquí, fortunas descomunales acá, millonadas inexplicables allá… ante un discurso oficial imperturbable e inamovible: el proyecto de Nación (el modelo) es intocable… con 60 millones de mexicanos hundidos en la pobreza.