Publicado en 1971, el libro Las venas abiertas de América Latina, del periodista uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) fue escrito –en palabras de su autor–, “para divulgar ciertos hechos que la historia oficial, historia contada por los vencedores, esconde o miente”.
La obra, en apretadísimo resumen, es un análisis del secular saqueo del continente latinoamericano, habitado antes de la Conquista por alrededor de 11 millones 500 mil personas. Cristóbal Colón “donó” (la expresión es de Galeano) oro, plata y piedras preciosas a una España prácticamente en quiebra, botín que luego fluyó a las otras casas reales europeas, no menos apremiadas que la española.
El caso es que el continente descubierto ya tenía dueños, era propiedad común de sus habitantes. Metales preciosos, bosques, inmensas extensiones de tierra, valles y cuencas pródigas en madera, frutas, caza y pesca.
A fines de la primera década del siglo XXI, en América Latina estaban registrados 522 pueblos indígenas con cerca de 30 millones de habitantes, desde la Patagonia hasta el norte de México, frente a una población continental total de alrededor de 500 millones de personas. Más allá, en los Estados Unidos, hasta el 2010 había alrededor de tres millones de indígenas, aunque otros cuatro millones fueron censados en combinación con otras etnias originarias.
Hoy, quienes pasean por la avenida Corrientes, en Buenos Aires; por el boulevard General Artigas, en Montevideo; por el parque Santa Mónica en Caracas o por el Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, en medio de colosales edificios, difícilmente puede imaginar que todo ello le perteneció a los pueblos originales; que sus legítimos propietarios (todos con un acendrado sentido de lo comunal, de lo colectivo), fueron despojados de sus tierras y confinados a una miseria secular.
De ese despojo proviene la miseria de más de 15 millones de mexicanos que hoy son identificados como los más pobres entre los pobres. Más de 15 millones de indígenas distribuidos en 56 grupos étnicos, según números fríos del Instituto Nacional Indigenista y de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).
Ciudad de México
La Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades del Gobierno de la Ciudad de México reconoce a 141 comunidades capitalinas como pueblos originarios. El financiamiento que reciben dentro del Programa de Apoyo a los Pueblos Originarios (PFAPO), que otorga recursos a proyectos ciudadanos de desarrollo comunitario, los beneficia en mucho, pero también nos recuerda que esos pueblos fueron despojados hace más de 450 años.
Que no hay palmo de tierra, ríos, lagos y costas que no les hayan pertenecido. Que las residencias en zonas exclusivas, las avenidas en cuyos flancos se yerguen imponentes rascacielos, los fraccionamientos de lujo con avisos de “Se prohíbe la entrada”, se hallan en terrenos que pertenecieron a los ancestros originarios.
Que debemos sentirnos orgullosos de nuestra toponimia náhuatl, totonaca, otomí, purépecha, maya, mixteca, zapoteca y muchas lenguas más reconocidas como nacionales por nuestra Constitución.
Todas estas reflexiones me las produjo el hecho de que los habitantes de los pueblos originarios de la delegación Tlalpan, entregaron recientemente a Esthela Damián Peralta, coordinadora de la Comisión Operativa de Movimiento Ciudadano en la Ciudad de México, un documento en el que exigen que en la Constitución capitalina (hoy en proceso) se establezca su reconocimiento y su libre determinación.
También le dijeron a Esthela Damián que el suelo de conservación ecológica tiene 87 mil 291 hectáreas y abarca el 59% de la superficie total de la ciudad, de acuerdo con datos del Programa General de Desarrollo. Cada día, advirtieron, se pierde una hectárea a causa de la deforestación, por asentamiento irregular y tala ilegal. Repito: por asentamiento irregular y tala ilegal.
Vuelvo necesariamente a Eduardo Galeano:
“Escribí Las venas abiertas de América Latina para difundir ideas ajenas y experiencias propias que quizás ayuden un poquito, en su realista medida, a despejar los interrogantes que nos persiguen desde siempre: ¿es América Latina una región del mundo condenada a la humillación y a la pobreza? ¿condenada por quién? ¿culpa de Dios, culpa de la naturaleza? ¿no será la desgracia un producto de la historia, hecha por los hombres y que por los hombres puede, por lo tanto, ser deshecha?”