Hoy, 23 de abril de 2016, se cumplen 400 años de la muerte de William Shakespeare. Como en muchos otros lugares del planeta, como en el pensamiento de tantos que se han asombrado al mirarse en el espejo de la impresionante obra del bardo inglés, la Compañía Nacional de Teatro de México se ha sumado a este recordatorio colectivo.
Porque decir Shakespeare es decir teatro, teatro en toda la complejidad y maravilla de la palabra. Teatro como espejo del mundo, de la grandeza humana y de los horrores que somos capaces de construir. Teatro como reflexión política y espacio de discusión moral, teatro como lugar de grandes pensamientos y de catástrofes del ánimo. Teatro como espacio de educación sentimental, pues nos vemos reflejados en el abismo de las más diversas pasiones, comportamientos y emociones que Shakespeare exploró.
Esta Compañía Nacional de Teatro es de ustedes. En un trabajo muy intenso nos asombramos con esta obra que le habla al presente mexicano. Escrita alrededor de 1606, Coriolano es un reto enorme para la escena de nuestros días, pues más allá del blanco y negro de la discusión pública, más allá de la numerosa gente que demanda llevarla a escena, en ella están presentes criaturas de carne y hueso con comportamientos profundos. Teatro y política podrían abrir la puerta de muchos escenarios, pero la obra de Shakespeare irrita a todos los bandos, al punto de que Coriolano es la gran ausente en los escenarios del mundo. De ahí también el privilegio que significó hacerla y poder ofrecerla a ustedes.
Coriolano retrata el divorcio entre la masa y el individuo, entre colectividades incapaces de elegir -los ciudadanos, “la chusma”, “la plebe”, “el rebaño”, “la algarada mayoritaria”, “la horda de perros callejeros”- y los patricios que nuestro Cervantes, contemporáneo de Shakespeare, descifró en aquella frase lapidaría que dice a propósito de la insolencia del poderoso: “al rico llaman honrado porque tiene qué comer”.
Shakespeare fabuló el suceso en una Roma de la imaginación, que retrata el contrapunto entre una sociedad que clama por participación política y un sector privilegiado que decide todo “para el pueblo pero sin el pueblo”. Siempre sorprende en Shakespeare su actualidad.
Un drama de hace 400 años permite pensar temas de hoy en sociedades como la nuestra y otras de latinoamérica: ¿qué tanto puede resistir una democracia los embates de un pueblo con hambre? ¿cómo se gestan, en un clima de manipulación política, la tentación autoritaria y el divorcio entre el pueblo y el círculo gobernante? ¿las democracias frágiles pueden soportar la manipulación, tanto de caciques que mangonean al humilde como de los poderosos que quieren gobernar sin ciudadanos?
Bajo el cielo que nos desproteje, en la ciudad de los buitres y los cuervos, la metafísica habita en el estómago y las tripas razonan. Bajo este punto de vista, Roma es México y la política es una pasión pero también la ciencia del poder. Shakespeare retrata motines urbanos, confrontación, contradicción de intereses económicos, la vida republicana, manipulación política y la guerra destructora, a través de colosales pasiones de ánimo en un clima de odio social y guerra.
Nuestro país se ha apropiado de Shakespeare, así como Shakespeare de nuestro país porque Roma es México. La actuación, dirección, escenografía y otros lenguajes y técnicas de nuestro arte, se han medido muchas veces y se miden, de manera solvente, con la grandeza de los textos de este enorme dramaturgo. Celebrar a Shakespeare es una manera de celebrarnos, de saber que México es un país con una importante tradición teatral que debemos preservar, que el teatro es un acto de resistencia y un recordatorio de que ustedes y nosotros, juntos, congregados en este espacio donde se invoca a un autor que le habla al México de hoy, batallamos por preservar importantes aspiraciones en un país que merece un futuro mejor.
De Shakespeare parece haberse dicho todo, al punto que la hipérbole termina por decir nada y un crítico inglés simplemente le atribuye la invención de lo humano. De manera más humilde, podríamos concluir este homenaje con una breve anécdota que narra la presencia de Borges en un congreso sobre Shakespeare. Jan Kott relata así el suceso: “Dos hombres ayudaron a Borges a llegar al estrado.
Finalmente lo situaron frente al micrófono. La ovación duró minutos. Borges no se movió. Por fin las palmadas se detuvieron. Borges empezó a mover sus labios. Sólo se escuchó un vago ruido enérgico en los altavoces. De esa monótona vibración uno sólo podía distinguir con grandes trabajos una sola palabra que se mantuvo regresando como el reiterado lamento de un barco lejano, hundiéndose en el mar: -Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare…-.
El micrófono estaba ubicado demasiado arriba. Pero nadie en el salón tuvo la valentía de subirse y ponerlo más abajo, frente al anciano escritor ciego. Borges habló durante una hora, y durante una hora sólo esa palabra repetida -Shakespeare- podía llegar a sus oyentes. Nadie se levantó ni salió de la sala en el transcurso de esa hora. Después de que Borges terminó, todos se levantaron y parecía que la ovación final no terminaría nunca.
La conferencia de Borges se titulaba: ‘El enigma de Shakespeare’. Como el orador en Las sillas, de Ionesco, Borges fue convocado para resolver el enigma. Y como el orador de Las sillas que únicamente podía emitir sonidos incomprensibles de su garganta, Borges resolvió el enigma: -Shakespeare, Shakespeare, Shakespeare…-.