Hace muchos años que el Ejecutivo Federal ha sustraído a las Fuerzas Armadas de las funciones que les asigna la Constitución
Hace unos meses asistí a un seminario en el Colegio de Defensa Nacional ubicado en el antiguo Colegio Militar de Popotla, en la Ciudad de México. Siempre resulta interesante y muy enriquecedor escuchar los cuestionamientos que en la actualidad formulan militares y navales sobre lo que ocurre en nuestro país.
¿Cómo es que los hombres y mujeres que salvaguardan la seguridad interior y nacional de nuestro país pueden preocuparse aún más por las grandes adversidades que agobian a la nación? Quizás si estuviera en sus manos, manos de mexicanas y mexicanos disciplinados, a quienes se ha inculcado valores éticos y cívicos, respeto a las instituciones y amor a la patria, podría esperarse buenos resultados. Pero al final de cuentas, en las condiciones actuales, su más elevada y virtuosa misión es una sola: el resguardo del Estado.
Tuve el privilegio de estudiar un año en el Colegio de Defensa Nacional. Allí conocí otro ejército. Una forma diferente de pensar y de actuar. La nueva generación de las Fuerzas Armadas está hoy más preparada no sólo en cuestiones castrenses, sino también en lo académico, actualizada en temas de interés nacional. Se trata de generales y coroneles que cuentan con maestrías, doctorados, posgrados en el extranjero y dominan más de un idioma. Sorprende presenciar sus debates y nivel de análisis. Sin agraviar, en muchos casos podría afirmarse, con honrosas excepciones, que se trata de mujeres y hombres mejor capacitados que muchos funcionarios públicos.
En mi opinión, gran parte de la ciudadanía en México tiene una mala percepción, o equivocada al menos, de cómo es el proceso de formación de los oficiales del ejército en nuestro país. En estas líneas me propongo disipar dudas, apoyada en mi experiencia y participación personal en la disciplina castrense.
México vive hoy una etapa de incertidumbre nunca antes vista, no al menos desde que surgimos esperanzados a la vida constitucional. La percepción pública apunta a un ejército inconforme, una policía ineficiente, un aparato de justicia rebasado y, por añadidura, a inseguridad social, política, económica y humana que parece será prolongada.
El Ejército y la Marina, en conjunto, han tenido una relevancia creciente en los últimos tiempos, y no sólo en la suplencia de las corporaciones policiacas: hoy vemos a un ejército más cercano a la gente, más involucrado en problemas sociales.
El debate ahora, puesto en la mesa de discusión por el Secretario de la Defensa Nacional, es si se les da o no certidumbre jurídica a las Fuerzas Armadas.
Es un tema de numerosas aristas, acaso con centenares de cuestionamientos e interpretaciones particulares. Pero la llamada de atención del general Salvador Cienfuegos no deja lugar a dudas: los encargados de la seguridad nacional y tambien de la seguridad interior, nuestras fuerzas armadas, quienes cubren los espacios que han dejado la ineptitud, la falta de preparación, la corrupción y la ausencia de valores cívicos de las corporaciones policiacas y sus mandos (civiles y de uniforme), requieren de un marco jurídico regulatorio de sus acciones.
El grado de letalidad
Como es sabido, las Fuerzas Armadas de México están integradas por tres instituciones militares: la Secretaría de la Defensa Nacional, con el Ejército Mexicano; la Secretaría de Marina-Armada de México y la Fuerza Aérea Mexicana.
A unos días de iniciado su mandato, en diciembre de 2006, el presidente panista Felipe Calderón Hinojosa inició “la guerra contra el crimen organizado” (el término es de él, textual), al enviar a casi 7 mil 500 soldados del Ejército Mexicano al estado de Michoacán para poner fin a la narcoviolencia en esa entidad federativa. El problema, lejos de ser resuelto, empeoró. La operación se llamó “Operación Conjunta Michoacán”.
No previeron entonces el “Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas”, sus asesores y legisladores aliados, que esa medida no podía ser permanente. Una razón poderosa es, todavía hoy, el alto grado de letalidad del poder castrense comparado con el de policías sin capacitación, mal pagados, indisciplinados, de bajo nivel educativo, con mandos atrapados en las nóminas del crimen.
Tarde o temprano, las Fuerzas Armadas debían regresar a sus cuarteles a mantener su dignidad y el respeto que siempre le ha tenido la ciudadanía; a cumplir con el mandato constitucional que les da justificación y razón de ser. En este proceso transitorio, el gobierno federal debía cumplir a su vez con la obligación inexcusable de garantizar seguridad a todos los mexicanos. ¿Cómo? Limpiando las corporaciones policiacas que, como los establos del mitológico rey Augías, nunca han sido liberadas del estiércol acumulado en ellas durante décadas de alcaldes y gobernadores corruptos. ¿Cómo? Con una policía digna, bien capacitada y bien pagada, a la altura de los reclamos de la sociedad.
Actualmente hay alrededor de 270 mil soldados (de las tres instituciones militares mencionadas), que participan en esa guerra, al lado de las muy cuestionadas fuerzas policiacas municipales, estatales y federales, que han sido minadas e infiltradas por la corrupción.
Según datos del Índice de letalidad 2008-2014: Disminuyen los enfrentamientos, misma letalidad, aumenta la opacidad, publicado en junio de 2015 por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Ejército Mexicano mata a ocho enemigos por cada uno que hiere. La explicación es terriblemente sencilla: no es una fuerza para perseguir delincuentes y castigar delitos. Es una fuerza armada letal, la segunda más poderosa de América Latina.
Y para la Marina, la fuerza de élite subordinada al Secretario de la Defensa Nacional, la diferencia letal es todavía más acentuada: elimina a 30 por cada uno que hiere.
El documento citado, que publicó The New York Times en mayo de 2016, se apoya en estadísticas oficiales obtenidas mediante solicitudes de acceso a la información pública por los reporteros Azam Ahmed y Paulina Villegas, desde la Ciudad de México, y Eric Schmitt desde Washington, D.C.
Las estadísticas, los estudios, las investigaciones, lo justifican. Así lo asume también el general Salvador Cienfuegos, Secretario de la Defensa Nacional. Y le asiste la razón: el Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea Mexicana, son instituciones capacitadas, organizadas y preparadas para usar las armas que el pueblo les ha confiado para preservar a la Nación, no para suplir ineptitudes policiacas, ineficiencias investigadoras y, en el peor de los casos, complicidades e impunidad.
Es inadmisible que las fuerzas armadas, referencia inequívoca de lealtad y compromiso con México, hayan sido colocadas en el banquillo de los acusados (violaciones a los derechos humanos), por quienes irresponsablemente las hicieron abandonar los cuarteles para que sacaran del atolladero a gobernantes ineptos.
La Gendarmería Nacional
Creada el 22 de agosto de 2014 por decreto presidencial, casi ocho años después de la belicosa decisión de Felipe Calderón y a unos 18 meses de que surgiera como promesa de campaña, se le confía a la llamada Gendarmería Nacional (división de la Policía Federal de México), que se convierta en una efectiva herramienta en la estrategia de seguridad para disminuir el crimen organizado. En la actualidad tiene aproximadamente 10 mil elementos.
Un año y medio antes, el 12 de febrero de 2013, se anunció que Manuel Mondragón y Kalb sería el titular de la Gendarmería y, al mismo tiempo, de la Comisión Nacional de Seguridad. Y aunque a todas luces había señales de que se trataría de una corporación militarizada, se dejó entrever que el jefe del Poder Ejecutivo quería un civil al mando. La adiestraría la Gendarmería Nacional Francesa (cuerpo de excelencia) y se le dotó, para ese año, de un presupuesto de 300 millones de pesos mensuales. En mayo de ese año se anticipó que la Gendarmería entraría en funciones el 16 de septiembre (desfilaría con las fuerzas armadas), pero unos días antes de la fecha, en agosto, se postergó la aparición formal hasta julio de 2014.
Llegó agosto de 2014. El día 22 , el Diario Oficial de la Federación publicó reformas al Reglamento de la Ley de la Policía Federal, en el que la Gendarmería Nacional aparece como la Séptima División de la Policía Federal mexicana. En esa misma fecha, en el Centro de Mando de la Policía Federal en la delegación de Iztapalapa, el presidente de la República abanderó a la nueva división con lo que dieron inicio sus funciones. El nuevo cuerpo policial inició ya no con 10 mil, sino con 5 mil agentes civiles.
Nada se ha dicho aún, desde entonces, de la necesaria reestructuración o reingeniería de la maltrecha Policía Judicial Federal, subordinada a la Procuraduría General de la República, que tiene numerosas cuentas pendientes con la sociedad.
El 27 de agosto de 2014, el experto policiaco Manelich Castilla Craviotto fue responsabilizado al frente de la Gendarmería Nacional, pero apenas dos años después, en septiembre de 2016, un decreto presidencial lo nombró nuevo titular de la Policía Judicial Federal.
La pregunta sigue en el aire: si la Gendarmería Nacional debe prepararse para suplir a las Fuerzas Armadas en la lucha contra el crimen organizado a fin de que puedan retornar a los cuarteles, ¿cuánto tiempo será necesario para que la Gendarmería supla a las corporaciones policiacas en municipios y estados? ¿Qué pasará con policías municipales y estatales (las más corruptas y temidas, con excepciones, en muchos lugares de la República, por sus ligas con bandas de secuestradores, extorsionadores y asesinos)? ¿Podrán pronto retornar las Fuerzas Armadas a sus cuarteles?
No parece factible. No en el corto ni en el mediano plazo. Aferrados a las fuerzas castrenses como a una tabla de salvación en mar tempestuoso, los tres niveles de gobierno en nuestro país han dejado crecer el problema y ahora no saben cómo resolverlo.
No tienen respuesta para el General de División Salvador Cienfuegos, que seguramente quiso decirles: Nosotros no nos preparamos para ser policías, sino para ser soldados, leales a la patria, a las instituciones, al honor. ¿Quieren que sigamos actuando como policías, fuera del mandato que nos confiere la Constitución? ¿Quieren que nos apeguemos a los protocolos en materia de derechos humanos en situaciones de combate? ¿Quieren que nos convirtamos en salvadores de ineptos y malos gobernantes en vez de salvaguardas de la soberanía nacional? Entonces: modifiquen el marco jurídico para que nuestras acciones estén dentro de la ley; ordenen a sus jueces que hagan justicia; desháganse (y castíguenlos) de gobernantes corruptos; pongan la basura policiaca en su lugar y dejen toda la responsabilidad a las Fuerzas Armadas.
Y que les digan, de pasada, si la política en materia de seguridad interior seguirá sometida a los criterios del presidente de la República. En casi dos siglos no se han enriquecido los términos ni la reglamentación en la materia. Es una deuda pendiente con la sociedad que, de atenderse, haría una buena aportación al dilema planteado por el secretario de la Defensa Nacional.
Es importante y urgente el problema planteado. Hace muchos años que el Ejecutivo Federal ha sustraído a las Fuerzas Armadas de las funciones que les asigna la Constitución, y en la mayoría de los casos las consecuencias han sido lamentables. Baste solamente recordar la incursión militar en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en 1966; la intervención militar en la Universidad de Sonora en 1967 contra estudiantes que rechazaban la imposición del gobernador priista Faustino Félix Serna, al grito de “Mejor 100 años de sarna que seis de Serna”, y la fatídica represión a estudiantes en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968. En los dos primeros casos, fueron los congresos locales, dominados por el PRI, los que pidieron la presencia del ejército; en 1968 fue el presidente Gustavo Díaz Ordaz por conducto del secretario de Gobernación, Luis Echeverría Álvarez.
El Ciudadano ha señalado la pertinencia de que las fuerzas armadas retornen a sus cuarteles y a sus tareas, lejos de la contaminación que les implica tener que reforzar a corporaciones policiacas bajo sospecha en la lucha contra el crimen.
La tarea es cómo corregir, cómo subsanar, cómo desandar los abusos cometidos al amparo de la ineptitud manifiesta (y sufrida) por las fallidas políticas y estrategias en materia de seguridad pública, en perjuicio de millones de mexicanos… y de nuestras Fuerzas Armadas.