Autotrascendencia y pedagogía cívica
Por las consecuencias negativas que se sabe derivan del estrés, es natural que se le tenga temor. Sin embargo, hay un ser vivo en esta tierra que paradójicamente no sólo no huye del estrés sino que lo busca y aun lo necesita. Esa criatura es el ser humano. Este ser necesita y busca tensiones. El problema es que sufrimos muchas de ellas, pero generalmente no las que deseamos sino casi sólo las que nos producen incomodidad y dolor. Este tipo de estrés no lo buscamos, sólo lo soportamos. De este malestar huye la criatura humana, pero no de todo tipo de tensión pues hay una forma de ella que no sólo acepta, sino la busca-de manera aparentemente contradictoria- para ser feliz.
Hans Selye, uno de los primeros investigadores de las patologías derivadas del estrés, expresó a su vez algunos aspectos positivos del mismo que no deben pasarse por alto. Dijo que la falta de esfuerzo puede ser patógena y que el estrés puede ser, en ciertos casos, el condimento de la vida. ¿Donde se encuentra la clave para conciliar estas dos encontradas posiciones en relación al estrés?
La clave está en que las tensiones tengan sentido para quien las sufre. Si una persona encuentra sentido a sus tensiones puede sentirse útil y feliz y se capacita para el sufrimiento y la autoexigencia. La alternativa es: una vida con sentido o vacío existencial.
Se puede tener dinero pero carecer de metas significativas y vivir con tristeza. En cambio, cuando hay un sentido, se puede tolerar el dolor y superar la frustración. En tal caso, la persona decide exigirse a sí misma algo que según ella es valioso, o sea que vale la pena. Se trata de aflicciones que por representar un valor, en un nivel superior, dejan de ser sólo penas, pues los individuos, al crearse a sí mismos situaciones de reto descubren, al enfrentarlas, su propia valía personal.
El deporte es un buen ejemplo de las tensiones deliberadamente buscadas. De esta actividad, cuando es competitiva, se ha dicho que es una transmutación o sublimación de la agresividad humana y que, por lo mismo, consiste en el fondo en una forma de guerra sin armas. Quizá hay algo hay de verdad en ello, pero puede decirse también que es una forma moderna de ascetismo, es decir, una vía para la liberación del espíritu y el logro de la virtud.
Obsérvese que justo cuando en la actualidad se cuenta masivamente con automóviles, aviones, ferrocarriles, buques, grúas, etc. aún hay quienes quieren, a base de músculos, escalar las montañas más altas, romper marcas de velocidad corriendo a pie, levantar cargas cada vez más pesadas, saltar más alto, etc. No se hace esto por una cuestión de rendimientos pues hay artefactos que nos permiten lograr más y mejor en el aspecto práctico, sino simplemente porque se tiene deseos de realizarlo, por el muy íntimo gusto de hacerlo, aunque ello suponga indudables sacrificios. Es respuesta a una profunda necesidad interna.
En promedio, el ser humano actual sufre menos peligros que los primitivos. Por ello ha aumentado grandemente nuestra esperanza de vida. Sin embargo, en el deporte se llega a crear a si mismo tensiones y peligros artificiales y fuerza su rendimiento hasta el extremo. Lo que está aquí en juego no es la antigua e imperiosa cuestión de sobrevivir sino de descubrir posibilidades. De este modo, el ser humano se trasciende a sí mismo. El deporte es así una forma de la trascendencia.
Los deportistas muy populares personifican en nuestra época el prototipo de los arcaicos héroes mitológicos. Encarnan para el público, de modo inconsciente, el sueño de logros fantásticos y el ascetismo de antaño. No en balde se suele aludir a ellos como ídolos, ídolos populares, pues despiertan en el alma los ecos de una mística arcaica. A fin de cuentas, estos personajes se vuelven legendarios porque muestran en que hay tareas en la vida que justifican grandes esfuerzos.
Lo que enseñan o nos recuerdan los deportistas, tanto los que están en la plenitud de sus facultades como los que enfrentan una forma de discapacidad, es que, aunque todos tenemos aptitudes distintas, cualquier persona es depositaria de facultades interiores prácticamente infinitas y que la peor de las desventajas o discapacidades no es física sino anímica, espiritual, el hecho auto-invalidante de negarse a crecer y buscar excusas, para negarse a cumplir la ley universal de seguir evolucionando.
Esto, por supuesto, cuenta no sólo para el deporte sino también para el arte y en realidad, para cualquier otra actividad humana. Lo específico de los deportistas populares es que simbolizan de manera muy tangible, directa, pública, masiva y mensurable esa humana búsqueda de metas o logros cada vez más altos. Encarnan, inconscientemente, el anhelo de ascenso de las masas, el sueño de ser mejores, de crecer, de ir hacia arriba, de vencer la inercia y superar desafíos hasta los límites de lo imposible. Los paladines del deporte representan también un modo de satisfacer otra profunda necesidad, la de encontrar lazos emocionales, sentido de pertenencia o identidad colectiva, que es un imperativo humano fundamental.
Por eso, repito, materializan en el presente muchos de los encantos que la imaginación colectiva reservó en otro tiempo a héroes mitológicos.
Encarnan una esperanza radical en las posibilidades de la voluntad. Expresan, pese a los horrores que se pueden constatar en el fluir cotidiano, una profunda fe en el ser humano.
Por otra parte, los encuentros deportivos comportan una enseñanza profunda: la de que las divergencias se pueden superar en paz. Son una enseñanza, sin prédicas verbales, sobre la solución pacífica de los conflictos que es uno de los productos más valiosos del Estado de Derecho.
Esto es así porque los deportes, básicamente los de competencia, no son encuentros caóticos. Tienen reglas y las reglas se hicieron para ser respetadas. Burlarlas es un modo de hacerse fraude a sí mismo. ¿Pero esto es posible? Pienso que no. Se puede engañar al público, pero no a sí mismo. Además, se puede timar una o incluso varias veces, pero no siempre.
El triunfo deportivo está asociado al ideal de la pureza, de la autenticidad, de la transparencia. Justo todo aquello que a veces nos regatea la cruda realidad del mundo. Hacer trampa es traicionar la esperanza fundamental de creer en sí mismo, es el derrumbe de la fe en el progreso, es un cataclismo moral.
Por todo esto, aunque en muchos casos pueda ser de manera inconsciente, los pueblos le brindan al deporte constante y aun fervorosa atención.
No comparto la opinión, a veces presente en círculos de afectada intelectualidad, que desprecia la actividad deportiva con expresiones del tipo: “¿Qué importancia puede tener el modo en que unas personas le pegan a una pelotita?”.
El deporte es una actividad relevante porque está íntimamente ligada a la noción de ascenso, es una auténtica alegoría del desarrollo humano porque está consustanciada con la ética; cada uno de sus capítulos es una cátedra multitudinaria de rectitud que no se vale de sermones. Nos recuerda que el alma colectiva responde al anhelo íntimo de estar de lado de lo limpio, de lo transparente, lo correcto, lo excelso y de no sentarse a esperar la realización de nuestros sueños sino de esforzarnos al extremo por conseguirlos. Nos recuerda que eso el lo único que merece los laureles de la victoria y que igual debe ser en todos los demás aspectos de la vida.
El material pedagógico implícito en la práctica deportiva no son los consejos ni las reprimendas, sino hechos que están a la vista, adornados con eficacia, elegancia, precisión, energía y sobre todo, porque todo ello es resultado del esfuerzo, a veces doloroso, pero a la postre dulce por sus resultados. Nos recuerda, la esencia de la naturaleza humana, porque en cada uno de sus lances, cuando se pone a prueba el cuerpo, hacia afuera, muestra también lo que está ocurriendo en el espíritu, hacia dentro.
Así, los deportistas son, sin proponérselo, grandes maestros, no tanto por sus técnicas, sino por lo que caracteriza a todo gran maestro de cualquier materia, que es el don de inspirar,…y la humanidad tiene hambre y sed de inspiración. Es en la admiración de las voluntades hazañosas de estos creyentes en las capacidades del cuerpo y del espíritu donde radica la fuente más pura por la que los deportistas inspiran multitudes.
La palabra juego, tan ligada al deporte, significa “ejercicio recreativo sometido a reglas en el cual se gana y se pierde”. Esta descripción es realmente una alegoría de la existencia humana donde nada está dado. En el fondo todo hay que ganarlo y luchar por ello. Esforzarse, trabajar.
Además de su significado es útil también asomarnos al origen de este vocablo: juego proviene del latín “iocus” que significa jocoso, gusto, diversión y alegría. En nuestra lengua también usamos esta palabra, para aludir al hecho de que cosas distintas muestren afinidad, decimos que “hacen juego” cuando expresan armonía. Alegría o gusto por lo armónico o bien logrado es algo que también late en el fondo de todo deporte.
Señalo esto porque jugar representa esencialmente una invitación a ver la existencia como una especie de solaz o esparcimiento divino (Lila, diría una alguna tradición hinduista) en el que con frecuencia -muy a pesar de la intensidad de nuestros afanes- no se gana y a veces se sufre mucho. Un juego en el que parecemos piezas impotentes frente a la fuerza del destino. Sin embargo, la única posibilidad de quitarle lo inexorable a ese supuesto destino consiste en comprender que en el juego de la existencia el premio supremo no está en un punto concreto de llegada, sino en el trayecto, en la aceptación de renovados desafíos.
La realización suprema se encuentra en nuestra capacidad de dar sentido y armonía a nuestras luces y sombras, al reto agridulce que es la vida. Ahí, en el logro de ese sentido y esa armonía, se esconde la evasiva felicidad que todo mundo anda buscando y donde, de consumarse, siempre quedan fuerzas para la esperanza y la celebración. Juguemos, pues a vivir.