Hace algunas semanas escuché a un “conductor” de noticias atribuir a la política y a los políticos todos los males de México. Con notoria pobreza de argumentos para apuntalar su dicho, todavía afirmó: “No hay quien se salve”. Y soltó al aire, a manera de ejemplo de sus demoledoras palabras, la conocida retahíla de casos personificados por ex gobernadores, ex funcionarios públicos y me parece que también mencionó a legisladores y alcaldes. Claro (y admito que no le faltó razón), se escudó en la muletilla: “eso dice vox pópuli”.
Para tratarse de un profesional de la información y la comunicación, me pareció muy superficial su condena. A la política lamentablemente le pasa lo que al periodismo: los más son juzgados, condenados e infamados por los abusos, atropellos y estupideces de los menos. Me parece torpe la afirmación, por ejemplo, de que hay que aguantarse porque la corrupción es inherente a nuestra idiosincrasia.
Hoy escuchamos denuestos generalizados contra la política y los políticos, al igual que contra “la prensa”. ¿Cuántas veces no hemos escuchado por calles y avenidas de diversos lugares de nuestro país aquél grito colérico, acuñado en 1968 en las calles de la Ciudad de México, en contra de la “prensa vendida”?
La política y el periodismo no se conciben sin el acompañamiento de la ética. ¿Por qué? Porque ambos nobilísimos oficios cumplen un servicio social en beneficio de los ciudadanos.
En los medios de comunicación nacionales (con deshonrosas excepciones) hay reporteros, analistas y editorialistas honorables, con profundo sentido de la ética y del respeto a quien los ve, los lee o los escucha. Ennoblecen el oficio con rectitud. En otros casos, los menos, mina sus frágiles y pestilentes pedestales su voraz apetito pecuniario: tanto por la nota, tanto por la entrevista, tanto por el comentario al aire.
Alguna vez describí un penoso episodio del que fui testigo involuntario. Invitado por el gobernador del Estado de México, desayunaba con él en la Casa de Gobierno en Toluca. Una llamada telefónica interrumpió la sobremesa. Buscaba al gobernador una columnista política de la Ciudad de México. El mandatario estatal atendió el teléfono y regresó a la mesa desencajado.
La “periodista” lo había amenazado soezmente y sin rodeos: “Escúchame bien, tal por cual: si el lunes a mediodía no me has depositado lo que te pedí en nombre de mi jefe, a partir del martes te empiezo a madrear. Te vas a acordar de nosotros”.
–Son varios cientos de miles Luis. Acabo de consultar con el secretario de Gobernación. Me dijo que antes de diez minutos tendría su respuesta.
El gobernador y yo sorbimos café en silencio. A punto de despedirme, volvió a sonar el teléfono. Esta vez un ayudante le llevó al jefe un aparato inalámbrico. Escuché con claridad:
–A sus órdenes señor secretario… Sí, como lo dispongan usted y el señor presidente. No hay problema, yo me hago cargo.
Colgó el gobernador. De camino a la puerta de salida, me confió:
–Ya me dieron la orden Luis: “Entréguele a la señora lo que pide. El gobierno de la República no quiere problemas con sus amigos periodistas”.
Sonrió el gobernador, sonreí yo; encogió los hombros y nos despedimos.
Recordé a Sor Juana Inés de la Cruz: “¿Qué humor puede ser más raro/ que el que, falto de consejo,/ él mismo empaña el espejo/ y siente que no esté claro?… ¿O cuál es más de culpar,/ aunque cualquiera mal haga:/ la que peca por la paga/ o el que paga por pecar?
El cedazo, la criba, el espulgo del ciudadano informado y participativo, es el que debe poner la basura en su lugar. Hecho lo cual, procederá entonces el urgente y necesario rescate de la virtuosa y nobilísima política, ciencia y arte milenario de la conciliación, y ello derivará así en la emancipación del periodismo, fundamento ético de la comunicación social.